A propósito de energía y decrecimiento
El 18 de noviembre del año pasado fue clausurada la 27 Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático; las expresiones de preocupación sobre la deriva ambiental del planeta, como en las 26 ocasiones anteriores, no afectarán la amenaza del calentamiento global. En enero, Alemania daba muestras claras y agresivas de regresar al carbón al desalojar a manifestantes opuestos a la ampliación de una mina de ese combustible. En el Carmen de Chucurí, en Colombia, los habitantes también mostraban su resistencia a la explotación de carbón, quedando claro a todos que la
adicción al combustible fósil es algo que sólo puede ser curado si de verdad resistimos como humanidad.
Las bucólicas imágenes de las casas de madera erigidas sobre algunos árboles del abandonado pueblo de Lützerath, que jóvenes ambientalistas alemanes en el Estado de Renania del Norte-Westfalia construyeron para intentar detener la destrucción total del poblado, a la que obligaba la ampliación de la mina de carbón a cielo abierto de Garzweiler, fueron, por más de un año, portada de no pocos diarios europeos, que reseñaban la protesta. Su simbolismo no fue suficiente para contener la decisión tomada desde el Estado central y el 11 de enero de este año las fuerzas policiales iniciaron el desalojo. que se tomó varios días.
El día 17 los registros periodísticos retoman la imagen de la icónica adolescente Greta Thunberg, alzada literalmente por tres policías, para llevarla hacía una detención temporal de apenas horas; la foto de la joven activista fue la figura central de no pocas publicaciones al día siguiente. La noticia de la desactivación de la particular forma de resistir fue titulada por algunos medios como “La batalla perdida de Lützerath”, con un espíritu que parecía más el que acompaña los resultados de encuentros deportivos que el de una manifestación de lucha contra los combustibles fósiles.
La escena fue una reedición, en casi todos sus aspectos, de la protesta iniciada en 2012 por la ampliación de la mina de Hambach, en la misma región de Renania, que amenaza lo poco que queda del bosque del mismo nombre. Las casas elevadas sobre un robledal, con rostros jóvenes asomándose por sus puertas, reflejando la firme creencia que serán escuchados, era de la misma naturaleza de quienes protestaron en Lützerath. El bosque de Hambach, cuya formación es datada en 12 mil años, considerado uno de los de mayor diversidad biológica de Alemania, empezó a ser destruido desde 1978 cuando comenzó la explotación de carbón, alcanzando la devastación, hasta ahora, el noventa por ciento de su área.
En aquella ocasión la protesta tuvo una existencia mucho mayor pues, hasta el derribo en septiembre de 2018 de las cerca de 60 casas que alcanzaron a levantarse y la consecuente expulsión de sus habitantes, transcurrieron casi seis años. Si bien, a diferencia de “La batalla de Lützerath”, el 10 por ciento de lo que queda de bosque sigue sin ser arrasado por completo, no fue posible evitar la destrucción de Manheim, el pequeño poblado cercano a la mina, que entró a formar parte de los cerca de tres centenares de pueblos alemanes que, según algunas cifras, han sido demolidos desde 1945 para dar paso a la minería.
A miles de kilómetros de la Renania alemana, en El Carmen de Chucuri, departamento de Santander, Colombia, sin el glamour ni el despliegue de las bucólicas protestas europeas, los habitantes del pequeño municipio santandereano bloquearon el seis de enero, día de Reyes, la vía nacional que une Barrancabermeja con la Costa Caribe, en rechazo al otorgamiento de la licencia ambiental que la Corporación Autónoma Regional de Santander (CAS) concedió a la sociedad Colcco para la explotación de carbón tanto de superficie como de socavón. La región experimentó entre 2005 y 2014 los efectos negativos de la extracción del carbón, y la propia CAS tuvo que suspender las actividades de la empresa Centro Minero de Santander S.A. (Centromin) por incumplir los requisitos ambientales. Los efectos sobre los cuerpos de agua representan las mayores amenazas que enfrenta la comunidad que ya ha visto la casi desaparición de los Caños Hotel y Tortuga y la contaminación del río Cascajales.
La reacción a la protesta en Colombia ha estado lejos de limitarse a llevar en andas la figura de una mediática adolescente, pues el grupo de pistoleros conocido como El Clan del Golfo ha publicado una serie de panfletos y de videos en los que amenazan con métodos no tan indoloros a Oneida Suárez y Luis Corena, entre muchos otros líderes y lideresas del Carmen de Chucurí, a los que “invitan” a abandonar la zona o ser exterminados, “por oponerse al progreso”, según el lenguaje de tan peculiares personajes.
Lützerath, Manheim y Carmen de Chucurí, pese a las distancias de todo tipo, están atravesados por dos adicciones que le han dado rostro al capital: la lógica de la ganancia y los combustibles fósiles. No fue la guerra de Ucrania la que llevó a avanzar sobre Lützerath, pues Manheim y su vecino bosque de Hambach fueron atacados mucho antes del inicio de esa guerra, como tampoco esa es la causa de la amenaza sobre el Carmen de Chucurí. Lo real es que las minas de carbón a cielo abierto son negocios de muy bajo costo y riesgo, y en consecuencia de elevados retornos, y las termoeléctricas y los calefactores alimentados por combustible fósil siguen siendo numerosos y rentables, pese a los discursos sobre el “sucio mineral”.
Pasado oscuro y negro futuro
La Agencia Internacional de Energía (AIE) reseñó, finalizando 2022, que en ese año el consumo de carbón superó la cifra de ocho mil millones de toneladas, siendo la más alta registrada en la historia, con un escandaloso promedio de la quema de una tonelada por persona. El carbón es el combustible fósil más abundante en la Tierra y el más contaminante como quiera que, según la misma AIE, en 2021 alcanzó un máximo histórico de 15.300 millones de toneladas de emisiones de CO2, mientras las de petróleo fueron de 10.700 millones y las procedentes del gas 7.500 millones.
Los combustibles fósiles son la primera fuente energética a nivel mundial con una participación de por lo menos el 82 por ciento y son los que soportan tanto la generación de electricidad (63%) como los motores de combustión para la movilidad de personas y mercancías. Los automóviles que circulan en el mundo son estimados en poco más de 1.400 millones de los cuales tan sólo 16 millones son eléctricos (1,14%), lo que indica que más allá de los anuncios altisonantes de La 27ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 27) sobre la “continuidad de esfuerzos” para no sobrepasar el límite del aumento de los 1,5 grados en la temperatura global, si tenemos en cuenta que Europa pone como plazo la eliminación de la venta de automóviles de combustión interna para el 2035, que no implica la prohibición de circular a los que han sido vendidos, el balance sobre las medidas para la reducción del uso de combustibles fósiles son deprimentes. Sin un cambio en las distancias de circulación y en las formas de transportarnos, ese tipo de medidas no pasan de ser placebos inocuos.
Llama la atención en la formulación de los treinta puntos de la Agenda de Adaptación de Sharm-El-Sheikh, resultante de los acuerdos de COP 27, que dicen buscar la adaptación al cambio climático de las personas más vulnerables, estimadas en 4 mil millones, que una de las estrategias sea “estimular a 2.000 de las empresas más grandes del mundo para integrar el riesgo climático físico y desarrollar planes de adaptación accionables” cuando, como lo reseñó la prensa, durante la realización de la Cumbre –según un informe de la Red de Acción Climática Contra la Desinformación (Caad) que fue coordinado por el Institute for Strategic Dialogue–, el lobby de los combustibles fósiles gastó 4 millones de dólares durante los 12 días que duró el evento, en desinformar y apoyar tanto a los negacionistas del cambio climático como a los que minimizan su impacto o avalan las políticas engañosas de las empresas sobre su espíritu “verde”.
En esa acción, el grupo Energy Citizens, asociado al Instituto Americano de Petróleo, Shell, Chevron y ExxonMobil, además de grupos que han sido formados para contra-informar sobre la urgencia de la transición energética como Americans for Prosperity y Energy For Progress, entre otros, según ese informe, fueron de los más activos en ese tipo de propaganda. La confianza depositada en el voluntarismo, por la Agenda de Sharm-El-Sheikh parece, entonces, fuera de foco cuando sabemos además que entre 2021 y 2022, por efecto de la crisis, los ingresos de las industrias de combustibles fósiles aumentaron un billón de dólares, ¿puede ser eso un estímulo para “integrar el riesgo climático” y “desarrollar planes de adaptación” al desastre que viene?
El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, el miércoles 18 de enero, en su intervención en el denominado Foro de Davos, llamó “la gran mentira” al hecho probado recientemente que la petrolera Exxon sabía desde los años setenta del siglo XX que el mundo estaba encaminado al calentamiento global, y que no sólo lo ocultó sino que usó, incluso a la academia, para desviar de esa conclusión a la opinión. El funcionario concluyó que, igual que las tabacaleras, deben pagar por el daño social provocado.
Como es sabido, a finales de los noventa del siglo pasado, fueron hechas las primeras estimaciones sobre la temperatura del planeta a lo largo del milenio anterior, lideradas por Michael Mann, en las que podía observarse una estabilidad hasta el año 1900 y a partir de ahí un crecimiento abrupto, que fueron usadas por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (Ipcc por sus siglas en inglés) en su tercer informe como un indicador de los efectos antropogénicos sobre el clima. La gráfica que ilustraba las cifras fue denominada palo de hockey por el climatólogo Jerry Mahlman, y alrededor de ese nombre surgió un debate sobre la justeza de los análisis, que al final fue saldado con el consenso de la comunidad científica sobre la responsabilidad del accionar humano en la elevación de las temperaturas. Estimaciones que no han impedido que sigan existiendo un gran número de escépticos del cambio climático, concentrados entre seguidores de las ideas ultraliberales y defensores del desarrollo entendido como el crecimiento material indefinido de la humanidad, que hacen eco a los grandes gurús del capital en su afán de frenar las iniciativas para cambiar la situación.
Donde si no hay lugar para el escepticismo es en el hecho que la tasa de retorno energético (TRE), es decir la medida de la relación entre la energía obtenida y la empleada en su obtención ha venido en declive. En los inicios de la llamada Segunda Revolución Industrial, entre finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX, ya con la presencia del petróleo en la canasta energética, esa relación podía estimarse en alrededor de 60 unidades energéticas por cada unidad invertida, mientras que en la actualidad, en el mejor de los casos, esa relación es de 15:1 para el conjunto de los combustibles fósiles. La tendencia hacía el descenso de la eficiencia energética no parece reversible si nos atenemos a que hemos entrado en la era de los “combustibles difíciles” como denominan algunos expertos al hecho que los recursos están a profundidades cada vez más mayores, fuera de las costas, o dispersos en pequeños yacimientos que implican que la extracción tanto energética como monetariamente sea más costosa.
En esa lógica, la geopolítica, como es el caso de la actual guerra en Ucrania, puede agravar aún más el problema, pues una de las consecuencias ha sido la sustitución del gas ruso, conducido a través de gasoductos, por gas licuado importado desde los Estados Unidos, que resulta en costos energéticos mayores por los gastos asociados a los procesos de “licuar” y “regasificar”, aunados a los del transporte en los llamados barcos metaneros. El regreso del carbón y la expulsión del mercado de unos recursos en explotación de bajos costos, como son los rusos, parecen oscurecer aún más el inmediato futuro, si entendemos que el precio monetario y el gasto energético para producir y comercializar hidrocarburos están siendo impulsados hacía una subida estructural.
Colombia, entre la intención y la confusión
El trilema energético es presentado de forma convencional sobre la base de los principios de seguridad energética, equidad social y mitigación del impacto ambiental, que bien puede reformularse como: hidrocarburos, ambiente sano y energía barata, en el que un ambiente sano excluye los hidrocarburos y, por tanto, la energía barata bajo las condiciones actuales –los costos monetarios y energéticos de las llamadas fuentes alternativas siguen siendo altos en comparación con las convencionales–, por lo que una energía barata incluye los hidrocarburos pero excluye el ambiente sano. Ese debate ha aparecido de forma velada en el país, luego de la decisión del gobierno actual de no conceder nuevos contratos de exploración de petróleo y de gas natural, en el que los críticos de la medida argumentan que esa decisión es un atentado contra la seguridad energética, y dado que el petróleo es un recurso de exportación, también contra los balances del sector externo.
En este marco, lo primero que debe entenderse es que la no concesión de nuevos contratos no significa que la exploración deje de existir, pues hay vigentes 207 contratos de ese tipo y 115 en producción, lo que representa la continuidad de exploración y explotación de combustibles fósiles por dos décadas al menos, sin contar con la volubilidad de la política que en un muy corto plazo puede revertir la situación. Los acuciosos comentaristas tampoco introducen en sus análisis que mientras en 2014 las inversiones en exploración sumaron 1.910 millones de dólares, en 2022 descendieron a 1.290 millones, después de haber tocado piso en 2020 con 350 millones. La suma de inversiones en exploración y explotación alcanzó un valor de 8.390 millones de dólares en 2014 mientras en el 2022 sólo alcanzó 4.880 millones (42% menos)1 (1). Es decir, que la reducción de las inversiones en el sector va más allá del simple querer o no querer.
El informe del Ministerio de Minas y Energía de diciembre del año pasado, dio lugar a un escándalo mediático porque sirvió de base a la afirmación de algunos funcionarios que el país disponía de reservas de gas hasta el año 2037 o incluso el 2042. La viceministra del momento, Belizza Ruiz, declaró que ella no compartía el informe ni esas cifras porque confundían recursos con reservas. Los especialistas definen los recursos como las existencias totales de un elemento particular que se estima hay en la corteza terrestre, por lo que allí son incluidos tanto los identificados como los inferidos y cuya existencia aún no ha sido probada, mientras las reservas son aquella parte de los recursos de los que ha sido probada su existencia y que son explotables por su concentración.
Las diferencias entre los conceptos pueden incluir categorizaciones aún más sutiles, que son representadas formalmente en gráficos como el denominado por los técnicos como Caja de McKelvey. Según Belizza Ruiz, dependiendo de algunos aspectos de análisis más detallados, las reservas en realidad cubrirían entre ocho y doce años y no entre quince y veinte como inicialmente sostuvieron algunos voceros del Estado. Las voces oficiales del gobierno buscaban probar que no era necesario conceder nuevos contratos de exploración, y sus contradictores lo contrario, en razonamientos que desde ángulos opuestos parten de considerar extensible la continuidad del uso del combustible, ya sea con el argumento que las reservas son suficientes para un horizonte amplio, o que dicho horizonte es ampliable con nuevas exploraciones.
Las reservas de gas de Colombia representan el uno por ciento en el conjunto de los países latinoamericanos, y las de petróleo menos de eso (0,62%), lo que debería llamar la atención sobre aspectos más estructurales del problema. Por ejemplo, ¿es serio que el sector externo siga dependiendo en un porcentaje importante de un recurso como el petróleo cuyas existencias probadas son tan escasas? ¿No debería buscarse que esas reservas fueran destinadas a las necesidades internas? La discusión deja de lado quizá el hecho más importante del monto de las reservas, la fragilidad de una sociedad que en el frente externo, después de la perdida de importancia del café a partir de la década del noventa del siglo pasado, sigue sin poder encontrar una canasta sólida en los intercambios internacionales que le garantice un mayor margen de seguridad, pues la volatilidad de los precios del carbón y el petróleo y su cuestionamiento como materias primas “limpias” hacen de las configuraciones tanto fiscal como cambiaria del país dos estructuras macroeconómicas impredecibles y contrarias a una planeación con grados importantes de certidumbre.
Deslices. En el marco de la realización del Congreso Nacional de Minería realizado en Cartagena en septiembre del año pasado, la ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, expresó que el país debía exigirles a las demás naciones que “comiencen a decrecer en sus modelos económicos”, lo que atrajo una fuerte reacción de los opositores al gobierno, que como el ideólogo del Centro Democrático, José Obdulio Gaviria, calificó la frase como una manifestación del deseo de regresarnos a la edad media, al feudalismo. Y si bien no todas las reacciones mostraron ese nivel de ignorancia sobre el tema del decrecimiento, que puede considerarse como un movimiento teórico y político con presencia importante desde hace por lo menos tres décadas, la mayoría de comentarios no pasó de la adjetivación como en el caso de los que hablaron de “problemas creados por ambientalista extremos”, y la casi total ausencia, nuevamente, de la academia en los debates en los que debería ser palabra mayor. Que la joven e inexperta ministra tenga, al parecer, el síndrome de una locuacidad excesiva mezclada con el don de la inoportunidad, no debe ser razón para que este tipo de problemáticas planteadas, no por éste gobierno, sino por una coyuntura especialmente delicada para el país y el mundo, sean tan sólo alimento de ruidosas manifestaciones que terminan en breves escándalos mediáticos.
El decrecimiento no significa reducir la producción de todo, sino entender que el sistema padece de hiper-consumismo, basado en una enorme multitud de objetos inútiles, por añadidura producidos con lógicas como las de la obsolescencia programada, que terminan conformando una avalancha material absurda que atenta contra la vida como un todo. Incluso planteamientos como los de Serge Latouche, uno de los precursores y quizá el más reconocido autor del decrecimiento, con su síntesis de los ocho “R” (Reevaluar, Reconceptualizar, Reestructurar, Relocalizar, Redistribuir, Reducir, Reutilizar, Reciclar (2), parecerían optimistas para un autor como Georgescu-Roegen que afirmó que considerada la actividad humana en el marco del principio de la entropía, debería llevarnos a aceptar que la especie está necesariamente limitada en el tiempo.
Hace cuarenta años el pensador rumano anticipó que el tema de la contaminación sería privilegiado frente al del agotamiento de los recursos, porque el primero afecta de una forma más directa a la generación que lo percibe, mientras que si las existencias de un recurso superan las necesidades de una generación, el problema puede ser dejado de lado. Señalaba, además, la naturaleza distintiva de los efectos de los dos fenómenos en el llamado confort: “[…] el menor agotamiento significa menor confort exosomático y el mayor control de la contaminación requiere proporcionalmente mayor consumo de recursos”. Limpiar la suciedad no es gratis y no seguir ensuciando, por lo menos en el mismo grado, significa usar menos.
En la conclusión de su ensayo Energía y mitos económicos, después de enunciar también ocho principios para paliar la crisis ambiental, de los que no puede darse cuenta en un artículo de periódico, mostraba de forma poética su escepticismo sobre las lógicas de lo humano en el capitalismo: “¿Hará caso la humanidad a un programa que implique una limitación a su adicción exosomática? Quizá el destino de la humanidad es tener una vida breve pero ardiente, excitante y extravagante, más bien que una existencia larga, apacible y vegetativa. Que sean otras especies, las amibas, por ejemplo, que no tienen ambiciones espirituales, las que hereden un planeta aún bañado en plenitud por la luz del sol” (3).
Alejar el reinado de las amibas, por lo menos un poco más, requiere de acciones decisivas que vayan más allá del esfuerzo de un grupo de adolescentes construyendo casas en los árboles para impedir explotaciones de carbón que destruyen bosques y pequeños poblados. Es hora de no estacionarnos tan sólo en los discursos sobre el calentamiento global, pues el agotamiento de ciertos recursos no renovables, la redistribución del trabajo y la producción masiva de “in-útiles” son temas ajenos a las grandes convenciones y a los titulares de prensa, pero son urgencias sin cuya solución el freno a la elevación de la temperatura es sólo quimera.
Un reto aún más acuciante cuando verificamos que la “vida ardiente, excitante y extravagante” es privilegio de pocos, y las ideas del tecno-optimismo y de los filo-cientistas que consideran que la tecno-ciencia nos auxiliará en todo momento, ayudan a esquivar el principio de la precaución que debería ser de obligada observancia. Los hechos son reales y el deshielo de los picos nevados, la erosión de las tierras de secano y la volatilidad del clima deben ser señales que nos unan en un movimiento unificado de ¡basta ya! al absurdo que inauguramos cuando hicimos un teorema de la falsa igualdad más es mejor. Aún hay tiempo para que por lo menos el fin sea menos dramático: ¡atrevámonos!
4 marzo de 2023
2. Serge Latouche, Crecimiento y posdesarrollo: el pensamiento creativo contra l economía del absurdo, El Viejo Topo
3. Nicholas Georgescu-Roegen, Energía y mitos económicos, El Trimestre Económico, XLII.