La evanescencia del pensamiento crítico: lecciones de la pandemia
Decía el insigne filósofo español José Ortega y Gasset que crisis es que no sabemos lo que nos pasa y que eso es justo lo que nos pasa. Desde luego, esto lo decía él en el contexto de la España de su tiempo, pero, sin duda, se trata de una definición de crisis de lo más práctica que sirve para otros contextos y otras épocas, como la actual, en la que el pensamiento crítico tiende a desvanecerse como la nieve al Sol cada vez más, un fenómeno que salta a la vista con la forma desastrosa de encarar las pandemias.
"Un gran problema que no suele percibirse"
En todo caso, no se trata de un problema de poca monta habida cuenta de que el pensamiento crítico, o modo científico de entender el mundo para decirlo de otra forma, es una de las piedras angulares claves para sostener con solidez el edificio de la democracia, máxime cuando las sociedades democráticas precisan, en todo caso, de poblaciones realmente saludables, en todo sentido.
Raíces antiguas del problema
Cuando pasamos por el peine fino este problema de la evanescencia del pensamiento crítico, no puede perderse de vista que es de vieja data. En concreto, en la antigua Grecia, Sócrates tuvo un enfrentamiento con los sofistas, puesto que éstos tendían a ofuscar el pensamiento de la gente con sus discursos mientras que él apuntaba a que sus compatriotas aprendiesen a pensar por cuenta propia. De sí mismo, Sócrates decía que él era un tábano que debía aguijonear al caballo perezoso de la naciente democracia ateniense para que se moviese. Empero, como la ingratitud jamás duerme, el pago que recibió por sus esfuerzos al respecto fue la condena a muerte con la ingesta de cicuta.
Estamos hablando de los tiempos en los que la democracia estaba en sus primeros balbuceos en el mundo griego, surgida a causa del fin del régimen autocrático de los arcontes. A la sazón, además del sustantivo democracia, entró en escena un verbo crucial para el pensamiento crítico: demostrar. En otras palabras, esta gran revolución en lo político que fue el nacimiento de la democracia ateniense fue de la mano con la invención de las reglas del tener razón, esto es, el arte de la argumentación. De aquí que, en la Atenas de entonces, los diversos problemas de la polis pasaban a resolverse mediante debate en el ágora.
Más o menos por la misma época, entró también en escena otra gran revolución, en lo religioso en principio: el nacimiento del monoteísmo judeocristiano. Ahora bien, fue una revolución que no solo tuvo que ver con la dimensión religiosa, puesto que implicó así mismo una revolución del pensamiento. En efecto, el paso del politeísmo al monoteísmo significó entender el universo como sistema, como un todo compuesto por partes que interactúan. Y el pensamiento sistémico es otro elemento clave en la constitución del buen pensamiento científico. Más aún, en esto subyace una gran paradoja para Latinoamérica, esto es, como destaca Leonardo Boff, se trata de una región en la que vive el 62% de los católicos del mundo, en fuerte contraste con Europa, que apenas alberga al 23,18%. Empero, pese a contar con un número tan nutrido de católicos, Latinoamérica no ha incorporado en su cosmovisión el modo científico de entender el mundo. Ese es su nefasto hado.
Con el paso del tiempo, ambos aportes, Atenas y Jerusalén, se encontraron en el Imperio Romano para proceder a fusionarse durante siglos. Empero, estos dos aportes apenas bastan para estructurar la componente teórica del pensamiento a la científica. Así, será menester contar con un tercer aporte, que entró en escena durante el Medioevo: los instrumentos, gracias a los gremios de artesanos, con lo cual resulta posible el diálogo a dos bandas entre teoría y experimento. De esta suerte, al fenecer la Edad Media y comenzar la Edad Moderna, quedó todo listo para dar lugar a esa gran epopeya que ha sido la Revolución Científica.
Empero, por desgracia, la misma dista en mucho de haber sido algo general, lo cual entraña otra gran paradoja, a saber: sin duda, el mundo contemporáneo está permeado por la tecnociencia, no poca gente hace uso de artilugios y chirimbolos tecnológicos de diverso jaez. No obstante, es un uso signado por la dimensión del consumo, incluso de una forma de relacionarse con la tecnociencia que, más bien, es por la vía del pensamiento mágico, o sea, del cortocircuito entre la causa y el efecto, sin un real entendimiento de cómo funcionan los frutos de la tecnociencia. En otras palabras, por ejemplo, el grueso de la gente no tiene ni idea de por qué una pastilla de paracetamol le sirve en la actual pandemia, ni de por qué, al espichar un botón, se enciende una luminaria. En suma, estamos sumidos en una era con una fuerte presencia de los frutos de la tecnociencia, aunque habitada en su mayoría por ciudadanos acientíficos como los que más. En todo caso, no es una era científica habida cuenta de que un porcentaje exiguo de golondrinas no hace verano.
Latinoamérica: Una colección de países con investigación, pero sin ciencia
Que los países latinoamericanos son países con investigación, pero sin ciencia, es un lúcido diagnóstico establecido por el científico argentino-mexicano Marcelino Cereijido. Es decir, si bien la región cuenta con un buen número de científicos que acometen investigaciones y publican en revistas internacionales de alto turmequé, sus poblaciones distan en mucho de haber incorporado el modo científico de comprender el mundo. Es más, son poblaciones atrapadas en un pensamiento mágico y que, como vimos antes, jamás le sacaron partido al judeocristianismo para ayudar a consolidar un pensamiento científico, gran paradoja habida cuenta de que la mayoría de los científicos que han existido a lo largo de la Historia son cristianos.
Así las cosas, ¿deberíamos sorprendernos por el deplorable manejo de esta pandemia en la región a lo largo de los pasados tres años? Y no me refiero en exclusiva a la evidente incultura en materia de bioseguridad del grueso de los latinoamericanos, quienes, como las gentes de otras partes del planeta, se conducen como si la pandemia ya hubiese quedado bien atrás. A guisa de ejemplo, piénsese en la situación de países como China y Japón, con millones y millones de infectados. Del mismo modo, los gobiernos de la región, al igual que los de otras partes del orbe, marchan en contravía a lo que recomiendan médicos y científicos al respecto. Más bien, la pandemia ha puesto mucho más en evidencia la evanescencia del modo científico de entender el mundo tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo, una manifestación de lo cual es otra pandemia: la pandemia de las fake news.
Al pasar revista detenida a buenos canales médicos en YouTube, esto salta a la vista. Destaco aquí el canal del médico peruano Luis Antonio Pacora Camargo (https://www.youtube.com/@dr_luispacora), quien, prácticamente, a diario publica al menos un video sobre esta pandemia, con un estilo que lo caracteriza, a saber: con base en informes y artículos científicos serios al respecto, aborda un aspecto u otro, sin faltar sus análisis y recomendaciones. En general, el Dr. Pacora Camargo insiste de manera constante en que la pandemia dista en mucho de haber terminado y que no debemos bajar la guardia en modo alguno. Junto con esto, deplora constantemente la desatención y el descuido por parte de los gobiernos, las instituciones y las poblaciones de la observancia estricta de las medidas de bioseguridad, que conviene no pasar por alto. Por el estilo, proceden otros médicos en sus canales en el mismo medio, como es el caso del médico mexicano Alejandro Macías (https://www.youtube.com/@aaeemmhh).
Si pensamos en la pandemia más devastadora de la Historia, la peste negra del siglo XIV en Eurasia, vemos que, también, sus grandes estragos tuvieron que ver no poco con unas poblaciones carentes de cultura científica, poblaciones todavía alucinadas con miedos y terrores inspirados por creencias supersticiosas de tres al cuarto. Peor aún, la incultura científica de entonces quedó combinada con una pésima higiene en muchas ciudades, pueblos y aldeas del Medioevo europeo. Del mismo modo, en el momento actual, en lo que a Latinoamérica concierne, no hay forma de hablar muy positivamente en lo que a higiene, salud y cultura científica se refiere.
Durante esta pandemia, ha sido noticia una carta escrita por el expresidente colombiano Laureano Gómez, fechada el 24 de octubre de 1918, en la que le cuenta a un amigo suyo los estragos causados por la gripe española en la Bogotá de la época, justo otra pandemia causada por otro coronavirus. Así las cosas, llama poderosamente la atención que, en todo un siglo, Colombia no haya aprendido nada a propósito del manejo de las epidemias y pandemias. Por ende, no sorprende que Colombia cuente con un sistema de salud que dista en mucho de ser óptimo. Incluso, el mundo universitario ha dado muestras de una pésima observancia de la bioseguridad.
Con solo observar a la gente en diversos escenarios, incluidos los campus universitarios, salta de inmediato a la vista la ausencia de talante científico para enfrentar esta pandemia. Las banderas rojas al respecto comprenden el uso de mascarillas que no califican como equipos de protección individual; el uso inadecuado de las mismas, sin cubrir adecuadamente nariz, boca y mentón; la ausencia de gafas de seguridad para proteger los ojos; la falta de distanciamiento social; el retorno a actividades presenciales sin una reforma adecuada de los diversos espacios a tono con lo que prescribe la buena bioseguridad; docentes que dan sus clases sin protección al respecto, al igual que estudiantes que asisten a las mismas; un porcentaje alto de personas que ni siquiera llevan mascarilla en los centros comerciales y otros espacios cerrados. Y a esto le sigue un largo etcétera. Así, el sentido común es el menos común de los sentidos. De este modo, ¿deberíamos sorprendernos de que, tan solo durante la primera semana de enero de este año 2023, se hayan reportado en Japón un millón doscientos mil casos de personas infectadas? Y si esto sucede en Japón, un país del Primer Mundo, qué no decir a propósito de Latinoamérica.
Esta problemática adquiere un cariz más dramático habida cuenta de que el estudiantado que solemos ver en los campus tras el retorno a las actividades presenciales da muestras de un menor desempeño intelectual si comparamos con la situación previa al comienzo de esta pandemia, sin que fuera a la sazón algo halagüeño, un problema que diversos expertos atribuyen, entre otros factores, al uso inadecuado de las novísimas tecnologías de la información y la comunicación. Entre ellos, cabe señalar al neurocientífico francés Michel Desmurget, quien, fruto de sus investigaciones, ha dejado claro que las jóvenes generaciones de hoy exhiben un cociente de inteligencia inferior al de sus padres y abuelos. De similar forma, Jonathan Haidt y Greg Lukianoff brindan un panorama dantesco que ilustran con la crisis que arrastran las universidades norteamericanas desde hace una década, crisis que, en realidad, con mayor antelación, ya estaba diagnosticada por autores como Carl Sagan y Morris Berman. Naturalmente, Latinoamérica no es la excepción. De esta suerte, el grueso de las sociedades está compuesto por ciudadanos acientíficos, lo cual representa todo un talón de Aquiles de cara a la pervivencia a largo plazo de éstas.
Para colmo, el paradigma tecnocientífico dominante en el mundo es el paradigma baconiano de conquista de la naturaleza, cuyo sello distintivo es el de proceder por un sendero literalista y de disección, esto es, una tecnociencia concebida para expoliar los recursos naturales sin parar mientes en que somos parte de la trama de la vida. Es un paradigma que no es biocéntrico. En marcado contraste, existe otro paradigma tecnocientífico, que ha quedado un tanto marginado desde hace largo tiempo, pero que sigue vivo, a saber: el de la Compañía de Jesús, caracterizado por ser integral, holístico y simbólico. De ahí que el Papa Francisco, jesuita al fin de cuentas, en sus cartas encíclicas, da una excelente muestra de este paradigma, mucho más biocéntrico en todo caso que el paradigma baconiano. Empero, por desgracia, el paradigma tecnocientífico jesuita no está presente en universidades e instituciones distintas a las de la celebérrima Compañía.
Así las cosas, más de tres años transcurridos de esta pandemia no han servido para que las sociedades adquieran siquiera una pizca de conciencia frente al problema. No razonan y actúan a la manera científica. Sencillamente, no saben lo que les pasa y eso es lo que les pasa. En perspectiva orteguiana, están en crisis. Y estamos hablando de toda una crisis civilizatoria. Entretanto, crecen los guarismos de infectados, reinfectados y muertos, amén de los propios de un colapso económico mundial que se hace sentir por aquí, por allá y por acullá.
Todo lo dicho ocurre a unos cuantos años del 2030, justo el año que James Lovelock y otros científicos han vaticinado para que ocurra el colapso de numerosos ecosistemas y que, por ende, el planeta no pueda albergar el nivel de población actual. Así, se estima que, al avanzar este siglo XXI, descenderá la población del planeta en un 80 ó 90%. Quizás más. Al fin y al cabo, cabe temer la llegada de nuevas pandemias.
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