¿Cae el telón de la tragicomedia uribista en Colombia?
Está terminando ya el desastroso gobierno de Iván Duque. ¿Cómo llegó un personaje tan inepto a la jefatura del Estado? Nada en su trayectoria anterior de tecnócrata mediocre, nombrado en buenos puestos por su amistad con familias poderosas, lo calificaba para ejercer la presidencia. Pero lo escogió el expresidente Uribe como el más apropiado para garantizar sumisamente su legado de la “seguridad democrática” (plagada de ejecuciones extrajudiciales y contraria al Acuerdo de Paz) y para defender sus intereses propios, enredados judicialmente por conductas sospechosas de delitos por las cuales hasta ahora no han pagado sino sus más estrechos colaboradores. No se trataba al fin y al cabo de elegir un verdadero jefe de Estado, sino de asegurar el retorno de Uribe al gobierno en cuerpo ajeno.
El uribismo consiguió para Duque el apoyo de los mayores poderes económicos y financieros del país, en especial de los clanes familiares dueños de la corrupción con la contratación pública en los gobiernos regionales, como los Char, los Gerlein, los Gnecco y otros más sindicados de vínculos con paramilitares. Y éstos, ante el evidente entusiasmo que despertaba Gustavo Petro, el candidato rival en segunda vuelta, no dudaron en voltear la votación mediante la compra de votos para su candidato: $6.000 millones gastados en la Costa Atlántica, según confesión de Aida Merlano, condenada por ese delito. Las denuncias sobre este oscuro episodio de sobornos electorales hablan además de dineros provenientes del narcotráfico como los ofrecidos explícitamente por el “Ñeñe” Hernández, amigo personal de Duque de acuerdo con muchos testimonios.
La erosión de las instituciones y la deformación de la realidad
Esta y otras conductas ilegales por parte de muchos de sus patrocinadores, explican el desmedido afán que ha mostrado este gobierno en poner a sus amigos al frente de la Fiscalía y de todos los organismos de control, promoviendo la manipulación de la justicia y socavando el principio de separación de poderes. Ningún mandatario anterior había llegado tan lejos en ese empeño. Al mismo tiempo, posiblemente en ningún otro gobierno se habían destapado tantos y tan cuantiosos casos de corrupción -investigados no por los entes de control sino por periodistas independientes- como el robo de los $70 mil millones del MinTic. Pero tampoco se había visto un despilfarro tan ostentoso en contrataciones para autopropaganda y manipulación mediática por la Presidencia y por varios ministerios como el de Defensa. Sin embargo, con excepción de los debates hechos por la oposición, tanto el Congreso, de mayoría gobiernista, como las instituciones creadas para la vigilancia del Ejecutivo, permanecieron impávidos frente a estos y otros desafueros.
Un resultado de ese vacío de control, sumado al uso abusivo de los dineros públicos en maquillaje de imagen – acolitado por la mayoría de los medios privados de comunicación para corresponder al favoritismo de la política económica con los dueños de las grandes fortunas- es que tenemos hoy no sólo un Estado más capturado por la corrupción sino un país sometido a la desinformación desde la cúpula del poder. Así se vuelve totalmente normal que el Gobierno celebre como victorias las derrotas del país en los tribunales internacionales; que presente como triunfo de la justicia la extradición del cabecilla del Clan del Golfo en aras de asegurar la impunidad de los cómplices civiles y militares del paramilitarismo; que disfrace como operación militar exitosa la masacre de civiles en Putumayo, o pretenda desestimar los estragos y muertes ocasionados por el paro armado de ese grupo ilegal que las Fuerzas Armadas se han mostrado incapaces de controlar y menos de desarticular.
Como lo han destacado comentaristas como Cecilia López, hoy conocer la verdad en Colombia es un verdadero reto ya que el Presidente es crónicamente incapaz de reconocerla y en su necio discurso triunfalista es imposible detectar el reconocimiento de un solo error o un fracaso. Lo mismo pasa con sus ministros como Molano, citado ya tres veces al Congreso por la oposición en busca de una moción de censura por las evidencias de su responsabilidad en graves hechos de muertes y violación por la Fuerza Pública de los derechos humanos de la población civil. Para un gobierno cuyo partido se proclama abanderado de la “seguridad democrática”, los resultados no pueden ser peores: de acuerdo con el informe de la Fundación Paz y Reconciliación, las cifras de homicidios y masacres, la inseguridad y la impunidad se han disparado a niveles sin precedentes en 37% del territorio nacional bajo su mandato. Y como resultado de su sabotaje sectario a los puntos medulares del Acuerdo de Paz, como la reforma rural integral y la sustitución de cultivos ilícitos, la lucha contra los grupos criminales y el narcotráfico no es más que un rotundo fracaso.
Los supuestos récords históricos de desempeño económico y la situación real
Contrario a lo que sostiene el infalible discurso triunfalista del gobierno, la economía colombiana atraviesa hoy por uno de sus periodos más difíciles. La pandemia y los confinamientos forzosos ocasionaron en 2020 un desplome de la actividad, los ingresos y el empleo, a lo cual el Gobierno respondió con subsidios insuficientes y tardíos que no impidieron la catástrofe social. Y, tan pronto empezó la lenta reactivación, Duque dejó en evidencia su carencia total de sensibilidad social y sentido común cuando pretendió cobrarle con creces a los trabajadores y las clases medias sobrevivientes de la crisis las migajas gastadas en los auxilios. Eso fue la reforma tributaria socialmente regresiva y confiscatoria que se convirtió en detonante de la explosión social en abril del año pasado.
Pero a más de un año de iniciada la reactivación económica, ni la tasa de desempleo ni los índices de pobreza y desigualdad social han bajado siquiera a los altos niveles de 2019, previos a la pandemia. El Gobierno presume como récord histórico el crecimiento de 10,6% en 2021, pero calla que como el PIB cayó 6,8% en 2020, este supuesto récord es de sólo 2,86% respecto a 2019, bastante insignificante en términos históricos, como puntualiza Salomón Kalmanovitz. Y la causa de este modesto crecimiento no fue la inversión pública en infraestructura (que el Gobierno no ha hecho) sino la recuperación parcial de la capacidad de consumo, ayudada por las remesas de los colombianos en el exterior a sus familias por USD$10.691 millones.
Dejando de lado el PIB, que mide de manera muy imperfecta el estado de la economía y poco dice de las condiciones de vida de la gente, la situación ha empeorado de manera dramática para la sociedad colombiana. El desempleo contabilizado se mantiene en niveles de 12% y la informalidad alcanza tasas de 50% de los trabajadores, con su secuela de inestabilidad, salarios precarios, nulas prestaciones e ínfimo acceso a la seguridad social. Más de 70% de la población vive en la pobreza o está al borde de caer en la misma y la clase media es cada vez más reducida. 14,4 millones de colombianos sólo pueden hacer dos comidas al día y 1,4 millones apenas una. La inflación anual se ha disparado hasta el 9%, con cerca de 30% de incremento en el precio de los alimentos. El hambre y la desnutrición infantil son flagelos que se han generalizado rápidamente. Es claro que el Gobierno no tiene nada de qué presumir como no sea el restablecimiento de las ganancias de las grandes empresas, las abultadas utilidades bancarias y la mayor concentración del ingreso en unos pocos superricos que contribuyen con un porcentaje mínimo de sus rentas al sostenimiento del Estado.
La autoevaluación de un perfeccionista
Sin embargo, Duque ha declarado recientemente que ha cumplido en un 90% los objetivos de su mandato. Para quienes entendemos que el desempeño en los cargos públicos se mide por los resultados de las políticas públicas en el beneficio del interés general y no en beneficio privado, es un misterio insondable cuáles fueron sus metas cuando fue ungido presidente. Si nos guiamos por sus promesas electorales, podemos conceptuar que ha hecho lo contrario a lo que prometió. Prometió cumplir el Acuerdo de Paz y ha hecho ingentes esfuerzos para obstruir el desarrollo de sus puntos principales, empezando por la seguridad de quienes lo firmaron y entregaron las armas, así como la de los líderes sociales, esenciales para el desarrollo de la convivencia pacífica. Trató de entrabar la Justicia Especial para la Paz, JEP, y lo que es más: se empeñó en suplantar el compromiso del Estado con dicho acuerdo por una política para desconocerlo solapadamente que bautizó “paz con legalidad”.
Prometió así mismo defender el medio ambiente e impedir el fracking y en su gobierno se ha producido la mayor deforestación histórica del territorio nacional, mientras persiste también en su empeño en abrirle paso a esta técnica de explotación petrolera con efectos nocivos para la naturaleza. Prometió oportunidades de educación y trabajo para los jóvenes y hoy el 34,5% de la juventud colombiana ni estudia ni trabaja, según las encuestas del Dane. Su iniciativa en el campo laboral se limitó a escasos estímulos para el emprendimiento y la llamada “economía naranja” con el fin de fomentar el frágil autoempleo, que fue la primera víctima de la pandemia. Luego, dejó esos proyectos casi por completo desfinanciados, pero trató de meter de contrabando, por medio de un decreto, el trabajo por horas para entregarle a Fenalco ese trofeo empobrecedor.
Entonces, en sana lógica no queda más que concluir, como apuntan con sorna algunos comentaristas, que más que programa de gobierno sus metas reales pueden haber sido enteramente personales, tal como sus relaciones públicas con grandes empresas, sus múltiples viajes al exterior, participación en eventos mundiales, contacto con personalidades internacionales y exploración de posibles ocupaciones posteriores al periodo presidencial. Esto sin hablar del desmedido turismo familiar y de sus amigos en lo que inescrupulosamente convirtió todos estos periplos con cargo al presupuesto público. Conducta inconcebible en un mandatario respetuoso de su cargo, pero explicable en una personalidad frívola como la de Duque, cuyo modelo a imitar es el fallecido expresidente Turbay Ayala. Como se recordará, tal personaje que se propuso cínicamente “reducir la corrupción a sus debidas proporciones”, no solo convirtió su estadía en la presidencia en un circo romano, sino que implantó un régimen de violación de los derechos humanos y complicidad con los crímenes de la Fuerza Pública. Igual que Duque en su tratamiento de la protesta social y su tolerancia plena con los atropellos de los militares contra los jóvenes y la población civil inerme. Para redondear la semejanza, la Ley de Seguridad de Duque parece inspirada en el temible Estatuto de Seguridad de Turbay en aspectos como las nuevas atribuciones para la policía, claramente inconstitucionales.
Podríamos concluir diciendo que el defecto de “perfeccionismo”, único que Duque se atribuye a sí mismo en otro gesto de arrogancia, solo le ha alcanzado a este presidente para pronunciar innumerables discursos ampulosos en los escasean las ideas, pero despliega lo que mejor sabe hacer y sin duda ha perfeccionado: su retórica demagógica plagada de imprecisiones, afirmaciones sin soporte, estigmatizaciones y eufemismos para disfrazar los hechos.
Una oportunidad real de pasar la funesta página del uribismo
Las pasadas elecciones para el Congreso y las consultas internas, lo mismo que los diversos sondeos recientes, muestran una intención de voto de la nación abrumadoramente favorable a Gustavo Petro, el principal opositor del uribismo y del gobierno de Duque. Esta popularidad está estrechamente correlacionada con la mayoritaria desaprobación de los colombianos a la gestión de Duque y a la conducta de su mentor, el expresidente Uribe. Es inocultable el enorme descontento con la crisis social que golpea a más del 70% de los colombianos y con la falta de respuestas efectivas del Estado. A eso se suma la amplia convocatoria lograda por la coalición de las fuerzas de la izquierda en el Pacto Histórico que respalda la candidatura de Petro.
Así, mientras las propuestas de cambio de Petro ganan todos los días más simpatizantes, el gobierno y todas las fuerzas partidarias del continuismo fincan sus esperanzas de derrotarlo en reunir todos los apoyos posibles en un solo candidato comprometido a replicar lo realizado por Duque, que no permita ningún cambio importante y siga aumentando regresivamente los privilegios de los más ricos. El escogido es un personaje de la entraña del uribismo, sindicado de acuerdos con personajes de las mafias durante su alcaldía de Medellín y sin calidades superiores a las manifiestamente deficitarias de Duque: Federico Gutiérrez. En su respaldo se han movilizado todas las maquinarias políticas y se ha puesto en marcha el aparato de propaganda de la ultraderecha, no para difundir una propuesta de gobierno sino para tergiversar y desacreditar las ideas de Petro y sembrar dudas sobre sus condiciones morales, su familia, sus aliados, su movimiento político, su proyecto democrático y todo su entorno. Es decir, lo que ha desatado esa coalición del continuismo que aspira a poner en la presidencia a un Duque 2, no es un debate de ideas que defienda sus políticas neoliberales y sus prejuicios conservadores, sino una guerra sucia con descalificaciones gratuitas que incluye montajes como el realizado con ocasión de la visita del hermano del candidato del Pacto Histórico a la cárcel La Picota en una misión de una reconocida ONG religiosa.
En eso y en la difamación y el engaño, el actual candidato de la derecha se ha revelado como un discípulo aventajado de Uribe y Duque. Para completar, Duque con varios de sus subalternos han decidido hacerle campaña abiertamente a su candidato, violando sin disimulo la neutralidad presidencial, pero confiado en la complicidad de su procuradora de bolsillo. Además viene de haber aprobado la modificación inconstitucional de la Ley de Garantías, encaminada a proporcionar tramposamente dineros del Estado a las campañas de sus aliados regionales.
La táctica del continuismo consiste en propagar entre la gente, sometida a la desinformación diaria de muchos de los noticieros y las redes sociales, el miedo a perder cualquier patrimonio personal por supuestas expropiaciones que nos llevarían al camino de Venezuela si gana Petro. La argumentación recicla esta y otras mentiras en las que se basó la campaña que condujo en 2018 a la elección del funesto gobierno de Duque, tales como la de que Petro se perpetuaría en el poder. Pero la debilidad actual de esta campaña consiste en que mucha gente desconfía ya de esos mensajes engañosos, a la luz de los resultados de estos cuatro años. A muchos, la crisis económica ya los expropió de su modesto patrimonio y hasta de su empleo. Y así mismo, la democracia y la libertad que dice defender el candidato del continuismo, el autoproclamado Fico, consiste en el mismo régimen excluyente y despótico que vulneró los derechos humanos en la disolución de protesta social pacífica y sacrificó impunemente con las armas del Estado la vida o la integridad física y la libertad de muchos jóvenes inconformes durante las protestas del Paro Nacional del año pasado.
Pero si la experiencia de estos duros años ha desnudado la realidad y cambiado la percepción de los amplios sectores desfavorecidos de la sociedad colombiana, aquellos otros menos afectados -o quizás hasta algo favorecidos durante esta crisis- tienen también suficientes motivos para pensar que una sociedad tan desigual conduce a la inseguridad y la explosión social continua y es insostenible. Razón por la cual todos los colombianos, de estratos diversos, pero con raíces en la nación, sin excepción saldremos beneficiados con un cambio pacífico progresista que profundice la democracia, reduzca la pobreza y empiece a fomentar el bienestar general y a disminuir los abismos en la distribución del ingreso y la riqueza. Sin lo cual es imposible el verdadero progreso de un país, como reconoce tardíamente el propio Banco Mundial en su informe más reciente sobre Colombia.
Mayo 17 de 2022