Por qué sí se deben emitir billetes para salvar al país
Naomi Klein, poderosa pluma canadiense, predijo en su incomparable obra «The Shock Doctrine», así como en su secuela no oficial «No is not enough», la aberrante distribución de la riqueza conseguida en plena pandemia del Covid-19. Su tesis es controversial pero los hechos la hacen una contundente: en los momentos de mayor crisis y miedo, cuando las sociedades más irracionales son, los grupos ligados al poder encuentran la oportunidad perfecta para establecer las políticas más funcionales a sus intereses, por aberrantes que la aplicación de ellas sean para la nación. La inserción de un opresor aparato castrense y una dictadura civil en los Estados Unidos se posibilitó tan sólo en medio del pánico causado por los ataques del 11 de septiembre; las masivas privatizaciones y liberalizaciones de empresas y sectores en las economías del sudeste asiático se lograron materializar únicamente después de la crisis económica acechando la región en 1997.
La Gran Recesión, arrancada en 2008 y existente hasta este 2021, ha permitido decretar medidas económicas impensables y consideradas herejías hace poco tiempo: tasas de interés negativas, préstamos a un siglo, préstamos a perpetuidad y, por supuesto, una impresión de dinero en niveles sin precedentes. La meca del neoliberalismo, Wall Street, el lugar donde la no participación del Estado se exclama vociferante, acaba de solicitar la intervención del gobierno federal con tal de evitar la debacle de los grandes magnates del sector, al haber perdido ellos en franca lid una apuesta especulativa millonaria contra unos «degenerados de Reddit». Deja en evidencia la coyuntura el que todas las medidas políticas están sobre la mesa, todas posibles y disponibles, sin embargo, su implementación está prohibida en una situación: cuando su aplicación favorece a la ciudadanía en general.
En Colombia, el senador opositor y candidato presidencial Gustavo Petro, economista de carrera y conocedor de su Estado como pocos, ha demostrado con el lanzamiento de su última propuesta que sus connacionales gastan su tiempo libre no parrandeando en fiestas, ni viendo deportes por televisión o siquiera bebiendo con sus amigos. En el país más al norte de Sur América las vacaciones y momentos de esparcimiento se pasan en el estudio de las últimas teorías económicas. No se puede explicar de otra manera el hecho de que, a la última idea presentada por el político (pedirle al Banco de la República, el banco central, que imprima billetes para financiar a los ciudadanos en esta época de Covid-19 y solventar la desesperante situación), hayan salido a criticar con vehemencia sus postulados algunos cantantes, otros deportistas y un representante de cantantes y deportistas. Aseguraban ante la sociedad todos ellos tener certeza de las consecuencias a presentarse por la medida: una galopante inflación, la temida hiperinflación.
Daniel K. Tarullo, profesor de la Universidad de Harvard, llenó titulares de prensa en 2017 al declarar, minutos después de abandonar su puesto en la Junta de Gobernadores de la Reserva Federal de los Estados Unidos (su banco central, la FED), que su institución, la encargada por el Estado para controlar la inflación, conocida por escoger a los académicos más preparados para detener cualquier medida que pueda desatar la inflación, estudiosa obsesionada de la más mínima señal en la economía que haga creer se puede explotar una inflación, que en la FED realmente no tienen un modelo económico que sirva para predecir la inflación. Reconforta saber que en Colombia la gente del común no tiene el problema de la FED. Stephanie Kelton, autora de «The Deficit Myth», y fuente importante para este artículo, confiesa un secreto por muchos conocido: la inflación es una variable que gran parte de la academia económica no entiende y una hiperinflación es realmente algo muy complicado de predecir.
La idea generalizada en una enorme parte de la población es que la impresión de dinero ocasiona subida en los precios. Pero, tal y como una muy inteligente mujer espetó al escuchar ese argumento como respuesta a la propuesta de Petro, se puede cuestionar a esos intelectuales defensores de esa tesis preguntándoles: «¿Acaso no se vieron ‘La Casa de Papel’?». Y los hechos le dan la razón a ella, mi madre: reporta Reuters que el Banco Central Europeo imprimió dinero para ayudar a solventar la situación de los grandes bancos en su territorio; Estados Unidos hizo misma operación con su moneda para solventar las pérdidas de las grandes corporaciones de su país; y, como el mismo Gustavo Petro respondió, el Banco de la República de Colombia reprodujo tal medida para que los bancos nacionales incrementarán su riqueza en la época del Covid-19, imprimiendo el equivalente a cerca de 13 mil millones de dólares. Y, aun así, ninguno de ellos «se ha convertido en Venezuela», por responder a su triste advertencia. El problema no es la impresión; el problema es a quién beneficia la operación.
Kelton, quien podríamos especular ha sido leída por Gustavo Petro, sí tiene argumentos claros sobre la materia y, como explica la profesora, la inflación tiene dos variables. Una es la causada por una falta en la oferta de bienes y servicios. En 1973, por recordar una situación ejemplificadora, la Opep controlaba el mercado del petróleo a nivel global. Por cuestiones geopolíticas efectuó un paro que trajo escasez del producto, y generó un alza de su precio. Pero siendo la materia prima una de las utilizadas por todo sector de la economía, un incremento de costos general en cada uno de los productores fue la inevitable consecuencia. La otra variable es una inflación por un aumento poderoso en la demanda. En la Segunda Guerra Mundial, por hacer referencia a un hecho demostrativo, el gobierno de Estados Unidos solicitaba productos a un nivel imparable para mantener y expandir su máquina de guerra, superando con sus pedidos la capacidad productiva de las empresas y causando el consabido incremento en el valor monetario de sus inventarios.
La hiperinflación, una subida descomunal del indicador, ha sido constantemente explicada como un acto de irresponsabilidad de algunos gobiernos que desde el poder se ponen a imprimir billetes como si estuvieran jugando monopolio. Como con toda la ideología neoliberal, su simplicidad suena lógica y aceptable; pero el problema es la inexistencia de una evidencia histórica comprobando su veracidad. Karl Marx tiene una frase perfecta para cada análisis de ellos: «si la apariencia coincidiese con la realidad, no habría necesidad de la ciencia». Uno, está el fenómeno «La Casa de Papel» demostrando la posibilidad de imprimir demasiado dinero sin causar inflación; y dos, está el rigor del estudio histórico. El economista español Eduardo Garzón, con base en un documento presentado por el neoliberal Cato Institute, enfrascado en indagar lo sucedido en los 56 casos de hiperinflación más reconocidos del planeta, sentencia que el fenómeno «nunca surge porque un gobierno pierda el control e imprima una cantidad excesiva de dinero, sino que aparece en situaciones extremas (conflictos bélicos, transición desordenada de sistemas económicos…) que provocan caídas importantes de la producción».
Pero es un error imperdonable repetir los pecados cometidos por aquellos a quienes con vehemencia se critica. Explorar las ideas exige analizar sus implicaciones a fondo. ¿Puede generar la emisión de billetes inflación e hiperinflación? Por supuesto. ¿En qué caso? En uno extremo demasiado alejado de la realidad colombiana y global actual. Es válido declarar que la inflación es un problema que nace en momento en que la oferta no puede satisfacer la demanda, por una disminución o destrucción del aparato productivo. Hoy, una inyección de dinero en los ciudadanos más pobres traería un gasto de ellos en empresas con capacidad instalada no satisfecha en la gran mayoría de casos. Cualquier empresario hoy está vendiendo mucho menos de lo que tiene capacidad de ofrecer al público. Un aumento en las órdenes de venta en esta situación tan solo traería una compra de los inventarios guardados por la crisis. La oferta no tendría ningún problema en responder al incremento de la demanda y, un aumento de los precios no es previsible. Para llegar a una inflación por impresión de moneda en Colombia se debería emitir a un nivel tan desaforadamente grande que se alcance el pleno empleo (en un país con 80% de informalidad laboral) y a que las empresas no dieran abasto con la demanda (en un país que el año pasado creció negativamente).
El segundo problema presentado, este sí más por economistas profesionales, es el déficit causado por la emisión monetaria. La doctora Kelton, tomando una idea de Stiglitz, explica el asunto con magistral sencillez: un déficit es el superávit de otra persona. Cuando el gobierno de Juan Manuel Santos implantó una reforma tributaria para bajar la carga fiscal de las empresas más poderosas, causó un déficit para el gobierno y un superávit para el sector corporativo… y Colombia siguió andando sin trastocar su futuro. No es un problema el déficit; el problema es a beneficio de quién se causa el déficit. Incluso se puede ir un poco más allá: una reforma tributaria y una emisión a favor de los grandes capitales trae poco impacto en la economía, pues la gran mayoría de esa masa monetaria no se gasta y sí, en cambio, se ahorra, producto de ser estos sectores unos sin necesidades básicas insatisfechas. Una emisión como la propuesta por Gustavo Petro tiene una ventaja adicional: la gran mayoría del capital se usaría por los ciudadanos con deficiencias en su consumo, generando más ventas, más ganancias y, por supuesto, pago de impuestos, con lo que eventualmente se puede ir controlando el déficit.
No obstante, la explicación económica más importante sobre el asunto de la emisión está en que ella es una inversión en seguridad. Desde esa perspectiva, el esfuerzo realizado por la nación se puede comparar perfectamente con el ejercido cada año en el presupuesto de defensa en una época de guerra. En un conflicto bélico, los gobiernos gastan lo habido y por haber en su ejército, con tal de finalizar la batalla y volver a la normalidad. Es cierto el meme de Internet indicando a las antiguas generaciones como unas que tuvieron que salir a luchar por la independencia, el voto y la equidad de género para convertirse en héroes; mientras que a los humanos de la era moderna les tocó quedarse en casa para alcanzar el mismo estatus. Desde esa perspectiva, el pagar a través de la emisión de billetes tendría el objetivo de mantener a los ciudadanos encerrados y, de esa forma, realmente desaparecer el virus. A Colombia, y a gran parte del mundo occidental, le pareció costoso crear una renta básica universal que permitiera a sus ciudadanos permanecer en casa. A un año de seguir lidiando con el Covid-19 y sin poder abrir la economía a su totalidad, es claro que lo realmente caro fue no haber hecho la emisión monetaria antes.
El pavor a los resultados esperados por una emisión monetaria tiene un origen “académico”, una génesis bautizada como “la teoría cuantitativa del dinero”. Su análisis más superfluo no podría ser: equiparar la masa monetaria a cualquier otra mercancía. La aplicación de la ley de la oferta y la demanda a la moneda es ilógica e, incluso, ridícula. La moneda nacional se comporta más como un bien Giffen: uno que a medida que su precio aumenta, su demanda aumenta. Las divisas son un ejemplo perfecto: cuando aumenta el precio del dólar frente al peso, los colombianos desean más dólares, no menos de ellos.
El análisis es sencillo: en una economía capitalista, ¿quién desea menos dinero? Acorde al utilitarismo, la base de la teoría cuantitativa del dinero, a medida que un bien se consume más su valor de uso disminuye. El primer helado es mucho más placentero para el usuario que el tercero, por lo que el cliente estaría dispuesto a pagar más por el primero que los subsiguientes. De ahí concluyen ellos que, para cualquier persona o empresa, el primer millón obtenido es más placentero que el tercero depositado en la cuenta de ahorros. La tesis, por supuesto, es ilógica frente a la realidad.
Luis Fernando Escobar, profesor universitario boliviano y funcionario del Ministerio de Defensa de ese país, emite un argumento poderoso: la teoría cuantitativa del dinero se aplica en naciones con altas tasas de inflación, no en todo caso. Venezuela es un ejemplo contundente: con una subida de precios más incontroladas, se incrementó la masa monetaria en hasta un 10.000%, desatando un desbarajuste absoluto en la economía, durante los primeros veinte de años del nuevo milenio. Pero en paralelo, un país como Colombia tuvo un incremento del 600% y otro, como Bolivia, tuvo uno del 1.500%. La creencia ortodoxa indicaría que los resultados del primero, en términos macroeconómicos, deberían ser superiores al segundo. La realidad indica todo lo opuesto. Si Venezuela es un caso de no emitir en hiperinflación, Bolivia invita a lo contrario.
Karl Marx aleccionó al decir que el oro se transa porque tiene valor, pero la moneda tiene valor porque se transa. A este activo lo bautizó como la “mercancía equivalente” ubicándola a ella frente a todas las demás. Uno de sus seguidores más emblemáticos, más poderosos, más fascinantes, Rudolf Hilferding, continuaba el legado del maestro hasta explicar la relación en forma poética: el valor aparente del papel es realmente el valor de las mercancías, lo mismo que la luz aparente de la Luna es realmente la luz solar. A manos menos dotadas se le obliga a usar palabras más humildes: el valor de una moneda se origina en el poder de la economía que la emite. Y, gran parte de su sostén, reposa en los impuestos. Los Estados aceptan el pago de los tributos exclusivamente en su moneda, generando una demanda masiva y portentosa sobre su base monetaria. A más actividad económica que haya, más impuestos, más demanda de la moneda y en mucho, más fortalecida.
Jorge Cardona, profesor de macroeconomía, aleccionaba a sus alumnos compartiéndoles que, en la vida, las decisiones de política económica no evolucionan precisamente como están plasmada en los libros. Mucho menos como se proyecta su comportamiento en los posts de un blog. Su vasta experiencia en el Ministerio de Hacienda lo hacía conocedor del área y su carrera un suficiente sustento sobre la veracidad de sus palabras. Una vez insertada la medida, explicaba, se debe hacer un seguimiento de las consecuencias por su aplicación, con profundo énfasis tanto en aquellas esperadas por el modelo como las imposibles de predecir por él. Los neoliberales atacando la idea de Petro presentan su argumento en contra con una simpleza vergonzosa, insinuando sin sonrojarse que al poner nuevos billetes en la sociedad al día siguiente habrá que robar todas las reservas de un banco para comprar un pedazo de pan. Antes de una hiperinflación hay una inflación, y esa es mucho más fácil de controlar: a través de medidas sociales (como hizo Ernesto Samper con su pacto social enfocado en no subir los precios), con nuevos impuestos (caso de Uruguay al aumentar el IVA para detener una escalada inflacionaria) o con medidas coercitivas (a lo Richard Nixon quien amenazó a su nación avisándoles que quien subiera los precios sería arrestado).
Pero más allá de lo postulado justificando la medida, lo es su pertinencia en el contexto. No se arriesga nada cuando todo se ha perdido y para muchos esa es su condición. La diferencia entre neoliberales y progresistas se entiende en un solo ítem: los primeros promueven la supervivencia de la economía incluso por encima de toda forma de vida, los segundos luchan por su opuesto. Así el resultado fuera la destrucción de todo el aparato productivo nacional, de lo más inesperado en esta particular coyuntura, la pertinencia de lo postulado por Petro seguía siendo vigente. Puede sonar demente; pero tiempos dementes fueron los de la pandemia. El aparato productivo se puede reconstruir, más uno tan mediocre como el nacional; pero las vidas humanas siempre serán una promesa a mantener. Con personas en un desespero inconsolable rogando porque su próximo sueño sea el último, por poco perdiendo la cordura al no saber si serán desahuciados al abrir los ojos alguna mañana, arriesgando su salud sin contemplaciones por llevar un plato de comida a los suyos, en ese mundo el miedo no debe ser a la inflación; el miedo es a que existan personas que, aún conocedores de una posibilidad de traer alivio a otros viviendo un infierno, hagan uso de todas sus fuerzas para impedirlo