Crisis de los intelectuales en tiempos de pandemia

Por: Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas*

El eterno retorno

Hay problemas que hunden sus raíces en el lejano pasado y, de paso, se niegan a desaparecer. Uno de tales problemas es la llamada crisis de los intelectuales, la cual motivó un libro bastante lúcido de Heinz Dieterich Steffan publicado quince años atrás, si bien hay más autores que han abordado el asunto. Para comenzar, el escritor francés Émile Zola, quien, a finales del siglo XIX, asumió una postura gallarda en la revisión del proceso de Alfred Dreyfus, que le costó el exilio de su propio país. En todo caso, en virtud de la actitud ética que asumió en tal ocasión, Zola dejó bien establecido lo que debería ser el compromiso de los intelectuales. Por desgracia, una cosa son los buenos deseos y otra harto distinta el principio de realidad habida cuenta de la sempiterna naturaleza humana, la que, por lo visto, no ha logrado deshacerse del cerebro del reptil, sede misma de la agresión y la territorialidad, a despecho de las declaraciones triunfalistas que pretenden que el ser humano dizque ya superó esta fase para entrar en una especie de bienaventuranza que recibe el nombre de “evolución cultural”. Lamentablemente, las investigaciones pergeñadas hacia las últimas décadas en campos como la psicología experimental, como, por ejemplo, el experimento de la Universidad de Stanford, no dan motivos para albergar tamaño optimismo. En suma, como bien decía Santiago Ramón y Cajal, padre de la teoría de la neurona, en plena Primera Guerra Mundial: el ser humano solo ha producido dos obras dignas de encomio: la ciencia y el arte. En todo lo demás, sigue siendo el último animal de presa aparecido.

Al pasar revista a la historia del siglo XX y lo que va corrido del siglo XXI, llama poderosamente la atención que ya para la década de 1930 era algo evanescente el compromiso de los intelectuales. En otras palabras, un gran número de ellos les han vendido o alquilado su pluma a los amos del juego político y económico. Después de todo, poderoso caballero es don Dinero. De ello, tenemos grandes muestras con lo sucedido en los regímenes totalitarios, aunque no en estos de manera exclusiva habida cuenta de que en las sociedades denominadas democráticas tampoco han faltado los intelectuales que han torcido su camino. Por supuesto, Latinoamérica no podía ser la excepción a este respecto, justo el motivo central del antedicho libro de Heinz Dieterich. Y vaya que estos tiempos de pandemia han resaltado la crisis de los intelectuales a más no poder. Al fin y al cabo, desde hace varias décadas, el mundo está sumido en una nueva era oscurantista que todavía va para largo.

Si algo ha mostrado con creces esta pandemia es la avalancha de desinformación que nos ahoga, cuestión explicable dado que la prensa ya dejó de ser el cuarto poder hace tiempo. Pero, no por esto hemos de justificar semejante mal, puesto que, como bien destaca Noam Chomsky, hemos de ejercer en todo caso la defensa propia intelectual si de informarnos bien se trata. Además, el problema queda agravado a causa de la impericia del grueso de la población para procesar y digerir la información al no haber recibido en sus vidas formación alguna en materia de pensamientos científico y sistémico. Ahora bien, si esto tuviese que ver nomás con meros trogloditas ágrafos que estuvieran tras la génesis de la información basura, el enojo no sería para tanto, ni siquiera merecerían los honores del análisis. Empero, el enojo adquiere proporciones mucho mayores cuando los corifeos respectivos cuentan con estudios dizque superiores. Incluso, se dan casos de quienes han estado involucrados en crímenes de lesa humanidad, como, para muestra un botón, una masacre terrible perpetrada en la India en el año 2002, narrada por Martha C. Nussbaum. En concreto, bajo la inspiración del entonces gobernador del estado de Gujarat, un conjunto de ingenieros dóciles quedó transformado en una fuerza asesina que implementó las políticas racistas y antidemocráticas más horrendas que puedan imaginarse. A raíz de esto, masacraron a unos 2.000 musulmanes en un ataque genocida. Así, cabe preguntarse qué rayos está pasando en la educación en sus diversos niveles como para que estén egresando semejantes enanos morales.

Ahora bien, no hace falta que personas con altas titulaciones académicas procedan de esta forma para hacer un gran daño. De hecho, cabe hacer lo mismo o incluso, peor con apenas perpetrar textos redactados sin mucho rigor para causar verdaderos estragos. Por ejemplo, en el campo educativo al hacerle el juego a discursos pseudocientíficos que dan pábulo a corrientes ideológicas de tres al cuarto del jaez del conductismo, el constructivismo y otras yerbas inspiradas en la ideología posmoderna, justo la lógica cultural del capitalismo tardío, o sea, el neoliberalismo, conocido también como capitalismo posmoderno. Sin ir muy lejos, últimamente, desde nuestro Ministerio de Educación, viene el sonsonete de la reestructuración de los currículos universitarios según el enfoque de resultados del aprendizaje y su medición, cuestión que, de inmediato, hace venir a la mente ese lúcido libro de Stephen Jay Gould titulado La falsa medida del hombre, en el que deja bien clara la reificación inherente a tantos indicadores que han pretendido medir, sin lograrlo, la inteligencia y cuestiones relacionadas. De nuevo, estamos aquí ante una gran ausencia del modo científico de entender el mundo. Pero, ¿quién dijo que el neoliberalismo y la ciencia la van? Son como el agua y el aceite.

La tecnología como medio, no como fin

Sin duda alguna, en Colombia, como en Latinoamérica, no se están gestando los grandes paradigmas que transforman al mundo actual. Sencillamente, como destaca Marcelino Cereijido, estos son países con investigación, pero sin ciencia. Aquí, no solemos ver la gestación de conocimiento original, sino, más bien, de variantes menores de los grandes temas de investigación del Primer Mundo. Botón de muestra, en el mundo de las humanidades, proliferan como verdolaga en playa los proyectos de investigación basados en la exégesis de los libros escritos por las vacas sagradas del Primer Mundo, como, por poner un ejemplo, cierto libro de Samuel Huntington, Choque de civilizaciones, destacado por Heinz Dieterich en este sentido por su evidente talante ideológico. Del mismo modo, en medio de esta pandemia, vemos a diversos equipos de investigación de universidades colombianas enfrascados en el desarrollo de mascarillas, geles antibacteriales y respiradores. Así, no es algo casual que, a la hora de buscar buena información sobre la historia de la ciencia y la tecnología, hay que remitirse a autores del Primer Mundo.

En particular, con motivo del repentino paso hacia la virtualización causado por esta pandemia, no han faltado los disparates a granel que, más bien, ponen en evidencia a un país que, más que no comprender la tecnología, hace gala de una ignorancia supina en materia de educación y su historia. Sobre todo, se ha visto un énfasis desmedido por pertrechar a la brava al profesorado con un maremágnum de conocimientos y habilidades en asuntos informáticos, lo cual tan solo ha fomentado la ofuscación y el estrés. En marcado contraste, el profesorado de la Universidad Abierta de Cataluña (UOC), una Universidad que, desde su fundación en 1994, ha llevado a cabo su labor en forma virtual por completo, ha insistido en su reciente ciclo de webinars sobre docencia no presencial de emergencia que la tecnología a este respecto debe ser un medio, no un fin, Incluso, me ha llamado la atención que muchos de estos docentes hacen lo suyo con herramientas tan básicas como Google Meet y el correo electrónico. En fin, como decía con tino Albert Einstein, los detalles de la elegancia se los dejamos a los sastres y los zapateros.

En cambio, por estos lares, son legión aquellos pretendidos intelectuales que pregonan a los cuatro vientos que, sin sofisticadas herramientas informáticas, no es posible llevar a cabo una educación virtual. Más aún, se les notan las ganas de que nunca más volvamos a hacer educación presencial y encarnada. Ya quisiera yo verlos tratando de sobrevivir en medio de la madre naturaleza, en la que lo necesario para seguir con vida está tan solo en el cerebro de cada cual y en la propia naturaleza. Desde luego, la cuestión no estriba en pasar por alto las diversas tecnologías de que se dispone para sacar adelante estos menesteres de virtualización, sino en saber elegir con sabiduría y prudencia las pertinentes para cada situación particular. Ante todo, en sentido estricto, tecnología es reflexión sobre la técnica. Entretanto, mientras siga la cantilena carente de sindéresis de los corifeos y prosélitos de la sobresofisticación tecnológica para fines virtuales en educación, tan solo tendremos a una gran multitud de profesores y profesoras de los diversos niveles complicándose la vida más de la cuenta en una labor que, por lo pronto, en un contexto de emergencia como el actual, pueden sacar adelante con el equivalente a una navaja suiza informática. Después, con más calma, podrán asimilar otras herramientas para su labor. Sobre todo, es cuestión de ser bastante prácticos en las presentes circunstancias. Eso sí, sin olvidar en todo caso que la tecnología es un medio, no un fin. Más aún, un medio manejado con suma responsabilidad. Sin ir más lejos, si nos fijamos con cuidado, herramientas como las de Google para fines educativos están concebidas para que su manejo sea lo más intuitivo posible, o sea, para que alguien interesado pueda aprender su manejo en un tiempo relativamente corto, una situación que desmiente en grado sumo a los pretendidos intelectuales que proclaman con manifiesto espíritu necrofílico la existencia de una inconmensurabilidad entre lo presencial y lo virtual. Nada más fastidioso que unos pretendidos profetas de la tecnología, verdaderos cuervos de la tempestad, que no dan en el blanco con sus vaticinios de mal agüero al adolecer de una falta de pensamiento sistémico.

Ahora bien, hay otra cuestión de fondo en esta delicada problemática. En rigor, se trata de que se tiende a olvidar el sentido de la labor magisterial en un mundo que ha desvalorizado y menospreciado en grado sumo la misma, al punto que ya se advierten señales preocupantes en cuanto a la falta de vocaciones para estas lides docentes. En otras palabras, ¿quién querría ser profesor en una sociedad que retribuye tan mal dicha labor, con amenazas para la propia vida que jamás faltan, incluida la posibilidad de contagio con un maldito virus, con directivos y pretendidos intelectuales de magín inope que tienden a entorpecer los diversos esfuerzos, y así por el estilo? Si recordamos la tercera parte de la trilogía cinematográfica Volver al futuro, ambientada en el lejano oeste en el siglo XIX, Marty McFly, interpretado por Michael J. Fox, se refiere a la razón de ser del nombre del cañón Clayton, pues, ahí falleció inicialmente la maestra Clara Clayton. Y, como señala Marty, a más de un estudiante le gustaría ver correr una suerte similar a sus maestros. Parece una cruel broma de película, pero encierra un trasfondo de verdad. En nuestro medio, Fernando González, en El maestro de escuela, vaya que supo reflejar bien la distópica realidad de la profesión docente en este país.

De manera, pues, que el día que en Colombia y Latinoamérica podamos contar con intelectuales de veras, ese día daremos un primer paso hacia una sociedad realmente civilizada. Entretanto, como bien dice José Ortega y Gasset, en el extranjero busquemos información, pero no modelos.

Fuentes relevantes

DIETERICH, Heinz. (2005). crisis en las ciencias sociales. Madrid: Popular.

NUSSBAUM, Martha C. (2011). Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades. Bogotá: Katz.

RAMÓN Y CAJAL, Santiago. (1941). Charlas de café: Pensamientos, anécdotas y confidencias. Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina.

* Magíster en Educación Superior, Pontificia Universidad Javeriana
Profesor Asociado con tenencia del cargo, Universidad Nacional de Colombia

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