Deuda externa, ¿el más imperdonable de los crímenes?
El albor de un nuevo milenio no ha contraído muestras extensivas de comportamientos más civilizados. Las promesas antecediendo una nueva era, proyectando un despertar de la conciencia, se han conservado intactas en su condición de meros sueños. La realidad exhibe cómo las desgracias humanas no desaparecen, tan solo mutan o evolucionan. La opresión antaño ejercida por el amo esclavista ha transmutado en mensajes propagandísticos delineadores del comportamiento a favor de sus herederos. Se ha entendido que un esclavo conocedor de su condición es un revolucionario en potencia; uno que se ha logrado manipular hasta hacerlo feliz de su situación es una maquina lista para ser explotada por la máquina de producción.
La fuerza de la deuda externa se sotierra detrás de su condición de factor contable de las finanzas del mundo globalizado. Su esencia es ser el látigo magullando las espaldas de los más vulnerables al interior de las más corrompidas naciones y sostener la pirámide en cuya cima se habita con los más escandalosos privilegios. Su enorme extensión impide ver, demasiadas veces, la mano de aquel azotando y la parte alta de la construcción, escondida ésta detrás de las más blancas nubes. La deuda externa, como la bautiza uno de sus más bravos inquisidores, el argentino Alejandro Olmos, es la más grande de las estafas.
Otros valientes le antecedieron. El más relevante de ellos: Aleksandr Naumovich Zak, eminente ruso (zarista, para aquellos que aún viven en la Guerra Fría) jurista y profesor de leyes, obsesionado por entender el derecho financiero internacional desde la Universidad de San Petersburgo. En 1927, ya habitando en el paradisíaco París, publicó «Efectos de las transformaciones de los Estados sobre sus deudas públicas y otras obligaciones financieras», tratado que estructuró un concepto radical: la deuda odiosa, un argumento jurídico enormemente poderoso por su simplicidad: los pueblos no son responsables de cancelar las deudas que gobiernos corruptos toman en su nombre y para su beneficio personal.
Dos sucesos atravesaron todo el Atlántico para iluminar su mente e inspirar su espíritu: el rotundo rechazo de Benito Juárez a honrar acreencias heredadas del emperador de México, Maximiliano I, asumidas a nombre de sus subyugados y pagaderas por sus descendientes; y, la equivalente de los Estados Unidos a asumir las obligaciones financieras de Cuba una vez se anexionó la isla en 1908. Ambos gobiernos sustentaron sus decisiones bajo idéntica premisa: las deudas eran odiosas, pues habían sido tomadas en contra del interés de sus pueblos y sin sus consentimientos. Un tercer hecho impactaría en lo más íntimo de él, con la crueldad acostumbrada con la que hieren los golpes provenientes de una realidad inesperada: la declaración de impago de las deudas acumuladas por el régimen zarista, anunciado por los bolcheviques una vez se hicieron al poder en Rusia. Los hechos de la historia y el concepto del jurista desataron un siglo de rebelión contra las injustas acreencias internacionales.
Sobresale entre las manifestaciones de dignidad soberana el caso Tinoco, un laudo arbitral más de una épica historia, en la que una pequeña Costa Rica se enfrentaría al todopoderoso imperio británico, en una espectacular trama ubicada durante el movimiento geopolítico más importante del mundo en aquel momento: el traspaso de poder entre potencias hegemónicas. Se devela en la narración de la historia el actor invitado como sorpresa para satisfacción del público: Estados Unidos. Federico Alberto Tinoco Granados fue un presidente corrupto. Además, nepotista. En el ocaso de su mandato endeudó a sus mandantes a niveles inéditos, contrayendo un crédito multimillonario con el Royal Bank of Canada y sosteniéndolo con una emisión monetaria ficticia de colones, bautizada como billetes sabana. El capital adquirido fue su botín de reserva durante su huida del país.
El pueblo arrepentido habría de otorgarle el poder presidencial a su opositor y patriota, el abogado Francisco Aguilar Barquero. Actuaría él en concordancia a las promesas hechas como candidato y se opondría a las pretensiones del banco con sede en el norte de América. La deuda por su antecesor tomada no sería por Costa Rica reconocida. El banco actuaría acorde a lo esperado, pero, anulada la posibilidad de un acuerdo político, ambas partes acordarían asimilar lo decidido por el magistrado de la Corte Suprema de los Estados Unidos, el expresidente William Howard Taft, conocido hombre de leyes en todo el continente. Un veredicto poco salomónico y muy inesperado habría de emitir el jurista: las pretensiones de Costa Rica de considerar el gobierno Tinoco uno ilegítimo e ilegal no tenían sustento legal, más, sin embargo, los acuerdos de ese gobierno con el banco estaban llenos de irregularidades e ilegalidades, ergo: las pretensiones de la organización bursátil eran improcedentes. Su sentencia fue contundente: hay una deuda, pero no es pública, es una deuda privada entre el banco y el déspota.
El jurista ruso dio nacimiento al concepto; pero el estadounidense expandiría las posibilidades de su uso con su resolución del caso. Gobiernos democráticamente elegidos no tienen carta blanca sobre las acreencias a nombre de su nación. Más todavía, para aquellos años, la jurisprudencia había sido clara: la carga de la prueba recae sobre los acreedores. Son ellos, los prestamistas, los encargados de demostrar el haber sido asaltados en su buena fe y verificar la veracidad de su ignorancia sobre el indebido uso a dar a su capital. Una estrella brillante con luz propia aparecía en el universo del derecho internacional…
Deuda odiosa es una teoría jurídica, puesta en práctica numerosas veces a lo largo de la historia, que sostiene que la deuda externa de un gobierno contraída, creada y utilizada contra los intereses de los ciudadanos del país, no tiene por qué ser pagada y por tanto no es exigible su devolución ya que los prestatarios habrían actuado de mala fe, a sabiendas, y por tanto dichos contratos —bonos o contratos comerciales— son nulos legalmente. En todo caso, tales deudas podrían considerarse personales debiendo responder quienes las hayan contraído a título personal —sea el monarca, el presidente, el director del banco central nacional o los ministros correspondientes— y no el Estado en su conjunto y, por lo tanto, los ciudadanos.
Pero es la realidad la que desnuda las verdaderas intenciones escabullidas detrás de los actos protocolarios. Es ella quien define al orden legal internacional, plasmado como una institución esencial para el desarrollo de una civilización avanzada, como uno verdaderamente injusto en su aplicación y funcional como arma para aprovechamiento de los poderosos. El cuerpo jurídico de la deuda odiosa es infalible, casi. Las organizaciones políticas más débiles, la lógica lo dictamina, tienen un arma intimidante en ella para inyectar capital a su desarrollo. Pero no ha sido esa la realidad. Bien dice El Orden Mundial que,
Así, cuando varios países latinoamericanos realizaron su transición en los años ochenta de dictaduras a democracias, a pesar de que podían haber repudiado la deuda de los regímenes anteriores – y el Derecho Internacional les habría dado la razón –, no lo hicieron y se acogieron a una reestructuración de deuda patrocinada por Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional. No renegar de las cargas anteriores acabaría siendo determinante en el aspecto económico, y lastraría poderosamente a todo el conjunto de Latinoamérica en lo que se ha denominado como la «década perdida».
La razón de tal irregularidad no sorprende a nadie…
Los motivos que llevan a todos estos países a agachar la cabeza y seguir pagando religiosamente son intrincados, aunque a menudo tiene que ver con el acreedor de dicha deuda. Como hemos dicho anteriormente, “si quien debe al rico es pobre…”. Así, los países cuyas deudas provenían del lado occidental, especialmente Estados Unidos, se vieron en un serio problema cuando se convirtieron en democracias. ¿Dejar de pagar y enfadar a los Estados Unidos, FMI, Banco Mundial y demás o seguir pagando y tenerlos de nuestro lado? Por lo que hemos visto, parece que la segunda opción fue la que acabó imponiéndose.
La otra cara de la moneda no tiene impreso el retrato de un humillado funcionario, sino el de un feliz mandatario. Estados Unidos en 2003, sin cortapisa alguna e indignado, denunció con vehemencia toda acreencia asumida por Saddam Hussein sobre Irak y transformó cada centavo adeudado en la categoría de odiosa; ergo, bajo su administración ese país no egresó un centavo en relación a ellas. País invadido, deuda condonada. Es posible que los norteamericanos hayan encontrado inspiración en los alemanes, quienes, finalizada la Segunda Guerra Mundial, en su afán por meter debajo del tapete la historia del nazismo, aprovecharon y de un plumazo borraron también las deudas por Adolf Hitler tomadas, incluyendo en su declaración de no pago una indicación: el uso del dinero ahorrado sería usado en pro de la paz, efectuando las inversiones necesarias para recuperar la senda del desarrollo y el crecimiento del país, cimentando el camino para recobrar la armonía en el continente. El lenguaje diplomático esconde lo realmente pronunciado: Europa salió a deberle. El poder, no la ley, descifra porque Grecia, destruida por la deuda al estallar la crisis hipotecaria de 2008, se vio imposibilitado a usar mismo argumento jurídico. Un solo nombre explica tal disrupción: Angela Merkel; y un solo motivo lo clarifica: empobrecer a los griegos hasta lo impensable con tal de mantener las ganancias de sus bancos (el rescate a Grecia fue usado en su integridad para pagarle a sus acreedores, entre los que destacaban los más grandes de grupos bursátiles de Alemania). Nada le importó a ella el recuerdo del país heleno sufriendo una fuerte merma en sus ingresos esperados por la nulidad de la deuda declarada por sus antepasados en la postguerra.
La esperanza es un fuego que arde según los elementos a ella echados por la vida; más, sin embargo, es una llama que nunca se apaga. Porque por fuertes no debe de entenderse países ricos y sí, hombres o mujeres con almas indomables. Uno de ellos, Rafael Correa como presidente de su nación. Aunque su colega venezolano, Hugo Chávez, propuso en varios escenarios de índole internacional detener todo pago referido a la deuda externa, nunca materializó su intención. Su colega del sur sí hizo realidad los sueños del líder bolivariano. En 2007 se conformó un equipo de personalidades ilustradas para auditar la deuda externa del Ecuador, reunidos ellos en la Comisión para la Auditoria Integral del Crédito Público, figurando en la lista eminencias como Éric Toussaint (el economista que más sabe sobre el tema de la deuda externa en el mundo y fuente fundamental para este artículo) y Alejandro Olmos Gaona. Se complementaba con grandes académicos locales como Karina Sáenz y Ricardo Patiño. Las pruebas exhibidas fueron incontestables y la declaración unilateral la obligada: la deuda externa ecuatoriana era ilegal, ilegítima y odiosa.
A exacta misma conclusión habría de llegar el juez Ballesteros en Argentina en el año 2000, al concluir su análisis de un proceso judicial de casi dos décadas conocido en el mundo como el «Caso Olmos». En respuesta a una demanda interpuesta por el periodista e historiador Alejandro Olmos, que desató un estudio profundo de la deuda externa Argentina contraída durante los años de la dictadura militar gobernando el Estado, se comprobó en ella la existencia de 470 delitos, cantidad más que suficiente para convertir la obligación en un hecho ilícito. Asumir cualquier desembolso a favor de la deuda externa Argentina ha sido un acto ilegal desde ese día y, aun así, un año después el país habría de estallar en mil pedazos por la imposibilidad de cancelar sus acreencias, viéndose condenada a la temida situación de declararse en default.
Para los guardianes de la lengua de Cervantes, el default se comprende como la «situación financiera en la que un Estado actuando como prestatario no puede hacer frente a los pagos derivados de la deuda pública contraída». Joseph Stiglitz lo define con la sabiduría que da la experiencia: «el principio de la recuperación». La declaratoria de no pago unilateral del Ecuador fue «maldecida» con un ahorro de 7.000 millones de dólares a las arcas nacionales, combustible de la masiva inversión pública con la que se triplicó el P.I.B. nacional, en un periodo recordado como «la década ganada». Las tasas de crecimiento de ambos gobiernos Kirchner, de hasta el 8% anual, en Argentina, encuentra fundamento en el ahorro obtenido al «cometer la barbaridad» de eliminar las liquidaciones a favor de bonistas internacionales. El 6% de crecimiento promedio del PIB ruso en la década posterior a haber detenido sus gastos financieros a extranjeros, consecuencia de la caída del rublo en 1998, tiene su fuente de financiamiento en el no egreso ganado al «aplicar el desastre» de declarar el no pago de su deuda externa. Y, por supuesto, mucho debe la Alemania actual a sus antepasados «mala paga«. Los sinos aterradores, las nefastas consecuencias, los castigos anunciados a repartir por el dios mercado, pronosticados vehementemente por los sacerdotes del capitalismo, quienes, amenazaban a cualquier hereje dispuesto a cometer el pecado capital de no honrar las acreencias, brillaron por su ausencia en cada uno de esos países.
En el documento a la ciudadanía presentado por Rafael Correa se descifra que el origen del problema de la deuda externa ecuatoriana se encuentra en los años setenta, misma fecha en la que las instituciones civiles argentinas estuvieron al mando de figuras castrenses. No es un hecho baladí la coincidencia. Desatado el embargo de la Organización de Países Petroleros en respuesta a la Guerra del Yom Kippur, el precio de la materia prima estalla y las arcas de los grandes productores se desborda. Sin reales responsabilidades hacia sus ciudadanos, las acaudaladas monarquías árabes se enfrentaron a un problema inesperado: no saber qué hacer con demasiado dinero. La mediocridad de sus administradores los condenaría a lo menos rentable: los depósitos de ahorro en instituciones financieras internacionales. En el acto se daba a luz a los petrodólares. Océanos de dinero disponible en las mega corporaciones financieras más grandes del mundo transformaron a sus altos ejecutivos en cazadores de clientes. Pero la riqueza acumulada era un pozo tan hondo y tan lleno que las capacidades de absorción de créditos del sector privado internacional se ahogaban en él.
Entra en escena John Perkins, un economista en jefe durante los años ochenta de una de esas grandes instituciones, pero reconocido en el mundo por el alías de su cargo: sicario económico. Su trabajo: transformar los dólares del petróleo en deuda externa de los países del tercer mundo, a costos bajos, pero con tasas variables. Cuando Paul Volcker, en 1979, como presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, aumentó la tasa de interés en su país como medida para detener la inflación, se incrementó también las de las deudas adquiridas y las salidas de capital de los países endeudados por pagos a un creciente servicio de la deuda, se hizo insoportable. México, en 1982, sería el primero en anunciar no poder seguir pagando. Brasil lo secundaría. El resto de países del continente de América Latina serían una fila de fichas de dominó golpeando a su vecina hasta derrumbarla (menos Colombia), desatando el capítulo de economía internacional titulado «la década pérdida». A la par de que en los medios de comunicación tradicionales se exhibían funcionarios públicos anunciando acuerdos de pago con los organismos internacionales, John Perkins alistaba su maleta y pasaporte.
Acorde al autor, («Confesiones de un sicario económico»), el economista estadounidense, actuando como si de un jinete del apocalipsis fuera, hacía su aparición en los países durante sus crisis más profundas. Como buen enviado del infierno que era, venía él con regalos del diablo. El trato era pragmático: pagar la deuda con los bienes públicos de interés estratégico para los países centro: petróleo, gas, carbón… No fue la caída de la Unión Soviética lo que desató un afán privatizador en América Latina: fue la más elegante de las usurpaciones; y su objetivo no era la eficiencia, tanto como la redistribución de la riqueza. Comprar, a través de la deuda, a precio irrisorio, las joyas de la corona. De haber ocurrido tal acontecimiento una única vez, podría creerse que la coincidencia fue el adhesivo juntando los hechos. Pero la repetición descubre al emperador desnudo: misma estratagema sufrió Grecia en días posteriores al estallido de la debacle hipotecaria de 2008 y en el Sudeste Asiático en los aciagos días de la crisis de 1997. La razón debe dársele a quién la tiene: la deuda externa es una estafa. Porque condenar a la miseria a naciones enteras por la carga que significa unas acreencias impagables e imperecederas, para satisfacer las necesidades insatisfechas de lujos innecesarios de un grupo en el poder, no es nada diferente al más imperdonable de los crímenes.
El cauce de esta historia desemboca en Colombia. Pocos países con mayor capacidad para anunciar una auditoria a su deuda externa y congelar con ella su desmesurado pago. Un cambio de régimen político en la nación iniciaría su mandato dotado de la máxima legitimidad para consagrar la acreencia en la que el Estado está asumido como una odiosa. Un solo hecho histórico, el genocidio eufemísticamente titulado «falsos positivos», sustentan la aplicación de tal doctrina: un pueblo, cuyas fuerzas públicas (financiadas con dineros internacionales) se utilizaron para cercenar con la más fría de las crueldades a más de seis mil jóvenes inocentes en el marco de la guerra interna, pierde su esencia al respetar lo pactado con los financiadores de sus sátrapas. Los hechos se hacen relevantes al entender que la próxima elección presidencial no es tanto que tenga a Gustavo Petro como favorito para ganarlas, sino que parece escogido por el destino para ello. Como solo sucede cuando la historia se dispone a girar abruptamente, todos los factores se han ubicado a su favor. Y el cambio a presenciar en la política nacional de su país puede ser uno tectónico y quijotesco: sería él el primer outsider al establecimiento en domar los poderes que emanan de la Casa de Nariño, declarando la muerte de un régimen dominando el país desde su misma concepción como República.
Las lecciones del pasado son el mapa indicando las salidas del laberinto del presente. Como le antecedió a Lula en Brasil antes de su posesión, el sistema financiero internacional ha comenzado a mover sus tropas en contra del nuevo progresista. Es que a ellos los regímenes serviles dispuestos a esparcir hambre con tal de aumentar la riqueza de la banca internacional les hacen palpitar su corazón. Los que no son de su gusto los atacan sin misericordia. Ha declarado el candidato colombiano (en apoyo con uno de sus colegas más reconocidos en el país, el senador Gustavo Bolívar) que el gobierno actual de Iván Duque se ha endeudado a niveles astronómicos y concentrado pagos de deuda descomunales para el siguiente cuatrienio, dejando el escenario establecido: el presidente del próximo periodo estará entre la espada y la pared. La avanzada de los banqueros es predecible como la segunda leída de una novela: el nuevo mandatario podrá endeudarse más, aceptando condicionantes extremos que limitarán profundamente su capacidad de maniobra como gobernante; o se verá abocado a sacrificar todos sus programas sociales con objetivo de asumir los costos de la desbordante deuda. Este texto no es más que el divisar el horizonte de una tercera opción: anunciar una auditoria de la deuda y declarar su no pago, un default o, como ilumina Stiglitz teniendo como sustento la historia, desatar el principio de la recuperación.
El potencial del principio de la deuda odiosa es tan descomunal como esperanzador. Karen Lissaker, representante de Estados Unidos en el Fondo Monetario Internacional, citada por Noam Chomsky, insinuó la grandeza del hallazgo. Su análisis asimila lo descubierto al encuentro del más centelleante de los diamantes. «Si aplicamos la tesis de la deuda odiosa -aleccionó la ejecutiva-, la deuda del tercer mundo se caería en su totalidad». La fuerza de sus palabras debió haber producido un eco a perdurar por toda la eternidad y transformar la política en aquellos lugares azotados por la pobreza. Las ondas de su voz ahora alcanzan a Colombia, en precisos momentos en que debate su futuro enfrentándose a lo más poderoso de la globalización: quienes habitan en la cima de la pirámide, vislumbrando en sus ventanales las más blancas de las nubes. Y la decisión a tomar por el país no será una menor: se convertirá en la próxima víctima de una crisis de la deuda, arrastrándose a las desgracias de la depresión económica; o se atreverá a liberarse de un yugo gigante azotando la espalda de todos sus ciudadanos. La historia golpeará vigorosamente la puerta de la Casa de Nariño en el siguiente periodo de gobierno; pero la esperanza ha encontrado enorme carburante en la carrera electoral actual, al todo señalar que el próximo inquilino de la residencia presidencial atenderá su llamado. La historia está por escribirse.