Las contradicciones de la sociedad colombiana en el siglo XXI y el alcance del acuerdo de paz con las FARC

Por: Consuelo Ahumada*

Las difíciles condiciones políticas, económicas y sociales por las que ha transitado Colombia durante las últimas décadas tienen su origen en la confluencia de dos factores fundamentales estrechamente interrelacionados. Ambos son atribuibles tanto a la responsabilidad histórica de la clase dirigente del país como a los designios de quienes han detentado el poder en el orden mundial. El primero de ellos es la persistencia, intensificación y degradación de un conflicto armado que se ha prolongado por más de medio siglo. El segundo factor es el abandono histórico o la presencia precaria del Estado en importantes regiones del país y su fracaso en la construcción de un modelo de desarrollo que integre estas regiones y les procure a sus habitantes unas condiciones dignas de vida.

Esta situación se agravó a partir de los años noventa por la imposición de unas políticas económicas, en consonancia con la llamada globalización neoliberal, que fueron acogidas sin reserva y con entusiasmo por las élites de todos los países latinoamericanos, incluida Colombia: reducción del papel económico y social del Estado y desdén por el mercado interno, favorecimiento a los inversionistas extranjeros y al gran capital nacional y acatamiento de políticas de ajuste fiscal y restricción del gasto público. Al cabo del tiempo, dichas medidas han propiciado una mayor concentración de la riqueza, el deterioro del empleo y la exclusión social, no solo en la región sino en el mundo entero.

En este contexto, el conflicto armado ha polarizado a la sociedad colombiana y se ha convertido en las últimas décadas en el factor determinante del resultado de las elecciones presidenciales, lo que ha impedido el avance y concreción de propuestas y alternativas de transformación social. Por ello, su superación se convierte en un objetivo prioritario. El acuerdo de paz alcanzado entre el Gobierno Nacional y las FARC permitirá el restablecimiento de las condiciones democráticas mínimas, que favorezcan la movilización política y social amplia, así como la posibilidad de resolver las diferencias políticas de manera civilizada, sin recurrir a la violencia. Es decir, la finalización definitiva de este prolongado conflicto armado con la principal organización guerrillera del país, mediante la implementación completa de los acuerdos, un logro que todavía se vislumbra como incierto y difícil, permitirá por fin despejar el camino de la guerra para que el Estado pueda concentrarse en resolver los asuntos cruciales del desarrollo económico y social. Como señala Marcelo Torres, “se trata de superar el mayor obstáculo de la democratización colombiana: la utilización de la violencia como un instrumento permanente de la lucha política para dirimir conflictos y asegurar el predominio político y territorial” (TORRES, 2016).

En el presente artículo se examinarán las condiciones y perspectivas de la materialización de los acuerdos de paz con las FARC, en el marco de la polarización política que vive el país y de las contradicciones económicas y sociales resultantes del modelo de desarrollo vigente y del conflicto armado como tal. Se parte del planteamiento de que el objetivo de estos acuerdos es la terminación del conflicto armado mediante la desmovilización de la guerrilla, la dejación de las armas y su incorporación a la vida política y civil del país. Por ello, aunque los seis puntos en los que se estructura el documento final plantean algunas reformas jurídicas, políticas y económicas importantes con miras a alcanzar dicho objetivo y representan algunos avances democráticos significativos, no implican un cuestionamiento del modelo de desarrollo vigente, ni mucho menos su cambio por otro, ni la transformación de fondo de las estructuras agrarias del país. Las dificultades que plantea la implementación de los acuerdos reflejan las agudas contradicciones políticas y sociales que se dan entre los partidarios de este proceso y quienes se oponen a él(1).

Los estragos diversos del conflicto armado

Tal como lo han señalado distintos informes nacionales e internacionales, provenientes de entidades multilaterales, gubernamentales y privadas, el impacto del conflicto armado en el país ha sido enorme, en términos humanos, económicos, sociales y políticos. Este conflicto se ha librado fundamentalmente en el campo y en las poblaciones pequeñas, en especial en zonas apartadas de los principales centros urbanos, pero con una estratégica localización geográfica.

De acuerdo con el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, presentado en el 2013, “la apropiación, el uso y la tenencia de la tierra han sido motores del origen y la perduración del conflicto armado”. A partir del análisis de sus distintas dimensiones y de la documentación de casos emblemáticos a lo largo y ancho del territorio nacional, este informe deja en claro la estrecha relación que ha existido entre la pelea por el control territorial y el conflicto armado colombiano. Señala cómo, a los viejos problemas de la tenencia de la tierra, que se expresaron en la violencia de las décadas anteriores, se sumó también la disputa territorial resultante de las actividades del narcotráfico, la minería y la agroindustria (Centro de Memoria, 2013,21).

En efecto, las cifras del conflicto armado colombiano a partir de los años sesentas son impactantes, tal como lo muestra el informe: 218.094 muertos, de los cuales el 82% corresponde a población civil. Al 31 de marzo del 2013, el Registro Único de Víctimas, RUV, reportó 25.007 desaparecidos, 1.754 víctimas de violencia sexual, 6.421 niños, niñas y adolescentes reclutados por grupos armados. A ello se suman 27.023 secuestros asociados con el conflicto armado entre 1970 y 2010 y 25.000 personas desaparecidas. El desplazamiento forzado afectó a 5.712.506 personas y las minas antipersonales registran 10.189 víctimas. Señala el informe que entre 1980 y 2012 se cometieron 1982 masacres, de las cuales se atribuyen 1.166 a los grupos paramilitares (58,9%), 343 a las guerrillas (17,3%) y 158 a la fuerza pública (7,9%)(2) .

El incremento considerable en la concentración de la propiedad rural ha sido uno de los efectos más perversos del conflicto armado en Colombia. De acuerdo con fuentes oficiales, existen más de 8,3 millones de hectáreas, correspondientes a 358,937 predios, que han sido objeto de despojo o abandonados a la fuerza (Centro de Memoria. 2013, 76). En el Atlas de la distribución de la propiedad rural en Colombia, elaborado conjuntamente por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi y el CEDE de la Universidad de los Andes y publicado en 2012, se señala que hacia finales de los años ochenta se fortaleció la propiedad rural de tamaño medio, pero esta situación se revirtió a partir de la década de los noventa, cuando se presentó una tendencia clara a la disminución de la pequeña y mediana propiedad y un incremento importante de la gran propiedad. (IGAC, 2012, 72). De acuerdo con Basta ya!, fue entre 1996 y 2005 cuando “la guerra alcanzó su máxima expresión, extensión y niveles de victimización. El conflicto armado se transformó en una disputa a sangre y fuego por las tierras, el territorio y el poder local (Centro de Memoria, 2013,156).

La lucha por el territorio ha sido, entonces, el eje del conflicto entre los distintos actores armados. Pero no se trata solo del control y despojo de la tierra para actividades diversas de gran rentabilidad, sino también de la disputa política, social y cultural con sus habitantes para imponerles unas relaciones de poder favorables a quienes desarrollan dichas actividades(3) .

En su informe anual titulado Desplazamiento creciente y crisis humanitaria invisibilizada, la Consultoría para los derechos humanos y el desplazamiento, Codhes, señala que el desplazamiento en 2011 mostraba “una geografía radical de la guerra", con el conflicto centrado en el corredor del Pacífico y en los departamentos de Cauca, Nariño y el Chocó”. Asimismo, se anota que en ese año Colombia seguía liderando el listado de países del mundo con mayor número de personas obligadas a desplazarse internamente como consecuencia de la violencia. Los lugares más afectados por el desplazamiento forzado han sido aquellos que tienen una importancia estratégica, en los que se ubican grandes proyectos de interés nacional. Los grupos armados, tanto guerrilla como paramilitares, así como algunos de los llamados desmovilizados, tienen presencia precisamente en estas regiones (Codhes 2012). Un informe más reciente de la ACNUR ratifica que Colombia, con 6,9 millones de afectados, sigue ocupando el primer lugar en el mundo en cuanto a desplazamiento interno (ACNUR, 2015).

En el informe de la Comisión Nacional de Memoria Histórica se caracteriza el desplazamiento forzado como un “fenómeno masivo, sistemático, de larga duración y vinculado en gran medida al control de territorios estratégicos”. Se señala que más allá de la confrontación entre los actores de la guerra, hay intereses económicos y políticos que buscan el desalojo de los territorios por parte de la población. Tal es el caso del narcotráfico y de algunos sectores empresariales (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, 71).

El despojo de tierras y el desplazamiento forzado, en el marco de la intensificación del conflicto armado, han adquirido dimensiones enormes durante las últimas tres décadas. Fue esta gravísima situación la que motivó el pronunciamiento de la Corte Constitucional, mediante la sentencia T-025 de 2004 y de varios autos posteriores sobre la situación de los desplazados en Colombia y a conminar a las autoridades a restablecer los derechos fundamentales de la población afectada:

      En conclusión, la Corte declarará formalmente la existencia de un estado de cosas inconstitucional relativo a las condiciones de vida de la población internamente desplazada. Por ello, tanto las autoridades nacionales como las territoriales, dentro de la órbita de sus competencias, habrán de adoptar los correctivos que permitan superar tal estado de cosas (Corte Constitucional, T-025/04) (4).

El informe Basta ya caracteriza el despojo como una práctica violenta, utilizada por los paramilitares y en menor medida por las guerrillas. Para lograrlo, se valieron de “diferentes mecanismos de coacción y violencia como pillaje, extorsiones, masacres, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, amenazas y violencia sexual”, mediante las cuales obligaron a los campesinos a abandonar sus tierras (Centro 2013, 76). De esta forma, se fueron apropiando de las mejores tierras y poniéndolas al servicio de sus actividades criminales y delincuenciales.

De acuerdo con cifras que proporciona la Tercera Encuesta Nacional de Verificación de la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado, entre 1980 y julio de 2010 se habrían abandonado y/o despojado, como consecuencia de la acción de grupos violentos legales e ilegales, cerca de 6,6 millones de hectáreas (sin incluir territorios colectivos), lo que representa el 15,4 por ciento de la superficie agropecuaria de todo el país (Garay, 2010, 17). Destaca el documento que las víctimas representan aproximadamente el 11 por ciento de la población colombiana y tienen una característica fundamental: más del 63 por ciento de ellas son jóvenes menores de 25 años de edad, es decir, representan una proporción importante de las futuras generaciones del país. Dada la magnitud del problema, los costos calculados de la reparación colectiva durante los diez años de vigencia de la ley también son considerables.

Aparte del gravísimo impacto del conflicto armado en lo que respecta a las víctimas, debe destacarse que los costos económicos de esta guerra han sido enormes, en términos del gasto militar, la reparación de infraestructura, la atención de los heridos y personas con discapacidad permanente, entre otros asuntos clave. De acuerdo con un estudio elaborado por Diego Otero, entre 1964 y 2016 el Gobierno gastó en la guerra 112.909,8 millones de dólares corrientes, que equivalen a 142.492 millones de dólares constantes de 2014. Este cálculo lo hace considerando el exceso sobre el 1,5% del PIB como gasto para atender el conflicto armado. La cifra solo incluye los gastos en defensa, seguridad y un sobrecosto del 30% en gastos de justicia por el conflicto (Otero, 2016, 89)(5) .

Por último, aunque no menos importante, una consecuencia política del conflicto armado colombiano es el proceso de derechización de importantes sectores de la sociedad, tanto en los sectores urbanos como rurales. Este fenómeno se ha nutrido del rechazo al secuestro, la extorsión, los atentados y demás prácticas utilizadas por las FARC durante las últimas décadas, supuestamente a nombre de la lucha revolucionaria y de los intereses de los sectores rurales a la que clama defender. Por efecto de esta situación, un importante sector de la población tiende a mirar con indiferencia e incluso benevolencia los crímenes y atropellos que realizan los paramilitares contra la población civil, a lo largo y ancho del territorio nacional. Por supuesto que el papel de algunos de los medios de comunicación más influyentes ha sido definitivo en el afianzamiento de dicha percepción.

El triunfo electoral de Álvaro Uribe Vélez en el año 2002, poco después de la ruptura del proceso de paz con las FARC del gobierno de Andrés Pastrana, así como el apoyo político que preservó por dos períodos su Política de Seguridad Democrática, son la expresión más clara de la tendencia antes señalada. También lo son la victoria del candidato del partido Centro Democrático en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2014 y la derrota del plebiscito para ratificar los acuerdos de paz en octubre de 2016. Sin duda, el desprestigio de las FARC es uno de los factores decisivos en estos resultados. Otro factor definitorio de los dos últimos procesos mencionados, que se analizará más adelante, es el rechazo por cuenta de amplios sectores de la población a las políticas neoliberales que el Presidente Juan Manuel Santos insiste en profundizar, contra todas las evidencias de su fracaso en el país y en el mundo.

La polarización política del país y el acuerdo de paz

Si se tiene en cuenta la magnitud y amplitud de los estragos del conflicto armado, puede entenderse que la culminación exitosa del proceso de paz entre el Gobierno Nacional y las FARC despertara tanto entusiasmo y respaldo y generara grandes expectativas entre los sectores democráticos y progresistas del país y, sobretodo, entre la gran mayoría de las víctimas del conflicto. Aunque desde perspectivas distintas y con intereses diversos, la importancia de este proceso trascendió las fronteras nacionales y se extendió al continente y al mundo entero.

Por ello, la sorpresiva derrota en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 tuvo tanto impacto y se equiparó a otros resultados políticos adversos que se produjeron en el mundo durante este fatídico año bisiesto. Sin embargo, una vez superados el desconcierto y las dificultades ocasionadas por el triunfo del No, las circunstancias para la aprobación y puesta en marcha del nuevo acuerdo se tornaron bastante favorables. A ello coadyuvaron al menos tres factores: el primero, el despertar de una enorme movilización social en favor de la paz, en especial entre las nuevas generaciones, en la mayor parte del territorio nacional y en las principales ciudades del mundo en donde habitan colombianos. El segundo fue la diligencia con la que el Gobierno Nacional procedió a renegociar y precisar algunos de las objeciones que no desvirtuaban el objetivo mismo del acuerdo, planteadas por los voceros de la oposición, y la actitud receptiva de la guerrilla para introducir la mayor parte de los cambios propuestos (6) . El tercero, la respuesta pronta de las instituciones para darle salida al nuevo acuerdo, suscrito en Bogotá el 24 de noviembre. No puede dejarse de lado tampoco el respaldo a la concreción definitiva del proceso que representó el otorgamiento del Premio Nobel de Paz al Presidente Juan Manuel Santos, pocos días después del plebiscito, cuando todavía reinaba la desazón entre las huestes de la paz(7) .

Se inició así el camino para la refrendación e implementación de los acuerdos y una semana después de su firma, estos fueron ratificados sin dificultad por el Congreso de la República. El 13 de diciembre, la Corte Constitucional, mediante sentencia C-699/16, le dio vía libre al llamado fast track para que el Legislativo iniciara la discusión y aprobación de las leyes que se requieren para sacarlos adelante. El 19 de diciembre el Consejo de Estado les ordenó al Presidente y al Congreso implementar los acuerdos de paz, por considerar que en la campaña del plebiscito hubo un “engaño generalizado” por parte de quienes defendían el No, en especial el Centro Democrático del expresidente y senador Álvaro Uribe, principal opositor al proceso de paz. Y para rematar el año de manera positiva, el 30 de diciembre fue aprobada la Ley de amnistía e indulto en el Congreso y se dio inicio al proceso de discusión y aprobación de la llamada Jurisdicción Especial para la Paz, incluida en el Acuerdo, que resulta fundamental para poner en práctica la justicia transicional(8) .

Entretanto, en medio de trabas institucionales y burocráticas, que han generado problemas de improvisación y de logística y los consecuentes retrasos en el proceso por parte del Gobierno Nacional, se inició la concentración de los guerrilleros de las FARC en las 20 Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) y en los 7 Puntos Transitorios de Normalización (PTN), en donde deben desarmarse y empezar su tránsito a la vida civil, tal como quedó estipulado en los acuerdos.

Sin embargo, a pesar de los indiscutibles avances, los obstáculos que se interponen a la materialización de lo pactado siguen siendo muy significativos, de manera que, de no prestárseles la necesaria atención por parte del Estado y de las diversas organizaciones políticas y sociales que lo respaldan, podrían llevar al fracaso mismo del proceso de paz. El primero de ellos es la oposición sin tregua y abierta de sus enemigos acérrimos, tanto en el Congreso de la República como en otras instituciones que están bajo el control de dichos sectores, como la Federación de Ganaderos, Fedegán (9).

Esta contradicción se venía expresando desde cuando Juan Manuel Santos triunfó en las elecciones presidenciales de 2010 y anunció su decisión de buscar la paz, no solo con las FARC, sino también con los gobiernos de los países vecinos, en especial Venezuela y Ecuador. De hecho, pocos días después de su posesión, el nuevo mandatario restableció relaciones con el difunto presidente Hugo Chávez, las cuales habían alcanzado su máxima tensión durante la última fase del gobierno de Uribe Vélez, tanto en términos políticos y diplomáticos, como en las relaciones personales entre los dos gobernantes (10).

Un primer pulso importante que se dio entre el exmandatario y el nuevo presidente de Colombia fue la discusión y aprobación de la Ley 1448 de junio 10 de 2011, más conocida como Ley de víctimas y restitución de tierras. Esta Ley se convirtió en hito de la política del Estado colombiano frente a la atención de las innumerables víctimas de la violencia e intenta superar el fracaso de la Ley 975 de 2005 o Ley de Justicia y Paz, en lo que respecta a la reparación de las víctimas del conflicto armado (11) . La nueva ley, que no está exenta de diversas contradicciones y dificultades, operará por un término de diez años, en el marco de la llamada justicia transicional (Ministerio del Interior, 2012).

Sin embargo, es claro que ni la ley ni sus decretos reglamentarios aparecieron como concesiones gratuitas del gobierno de Juan Manuel Santos. Fueron la respuesta al clamor nacional y a las luchas históricas del movimiento social en Colombia por el reconocimiento y la defensa de los derechos de las víctimas del conflicto armado en el país y en sus territorios. En este respecto, el papel desempeñado durante las últimas dos décadas por instituciones como la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia, así como de algunas organizaciones políticas y sociales en la denuncia y procesamiento de los autores de las masacres y del despojo de las tierras, fue fundamental para la aprobación de esta ley. Igualmente importantes fueron los debates que se dieron en el Congreso de la República sobre el impacto del conflicto armado en el despojo de la tierra y en el desplazamiento forzado, así como el compromiso de algunos políticos con estos crímenes y delitos (12).

El álgido debate que se dio en el Congreso durante el trámite de la Ley 1448 fue el reflejo de las contradicciones políticas de fondo que se expresan en la sociedad colombiana y siguen hoy más vigentes que nunca. Estas contradicciones tienen que ver, entre otros aspectos importantes, con la caracterización de la naturaleza y la salida al conflicto armado del país. Así, mientras que el proyecto que sirvió de base a dicha ley fue defendido por la mayor parte de los voceros del espectro político democrático, se opusieron a él algunos sectores que en buena medida representan los intereses del poder paramilitar y mafioso en el país, ligado al control de la tierra(13).

En este respecto, debe recordarse que el ex presidente colombiano se ha negado incluso a reconocer la existencia misma del conflicto armado y sus raíces históricas en Colombia y ha insistido en que este no es más que una expresión de la cruzada antiterrorista, cuya máxima expresión fue la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, que orientó los dos gobiernos de Bush en Estados Unidos durante la primera década del presente siglo. Por ello, la única salida al conflicto que plantea Uribe es la eliminación de la guerrilla o su rendición incondicional, a partir del escalamiento de la guerra y el incremento del gasto militar.

Un segundo obstáculo a la implementación de los acuerdos entre el Gobierno Nacional y las FARC está estrechamente vinculado con el anterior, y es la oposición sistemática, violenta y armada al proceso de paz, a la restitución de tierras despojadas y a la reparación de las víctimas del conflicto armado. Se expresa en la difícil situación de seguridad de dirigentes sociales y defensores de derechos humanos y gestores de paz, en especial en algunos territorios en donde el conflicto armado ha sido más intenso. Los atentados y amenazas más recientes guardan estrecha relación con las acciones del llamado Ejército antirrestitución, que empezó a funcionar en regiones de la costa Caribe, Chocó y Nariño después de que fuera aprobada la Ley de víctimas y restitución de tierras, precisamente con el fin de que este proceso de restitución y reparación no se concretara(14) .

Asimismo, valdría la pena recordar el paro armado, impulsado por el grupo conocido como clan Úsuga y autodenominado Autodefensas Gaitanistas de Colombia, que afectó a 36 municipios del país en 8 departamentos, en especial Antioquia, Chocó, Córdoba y Sucre, entre el 31 de marzo y el 1 de abril de 2016. La población fue intimidada mediante una campaña de redes sociales y grafitis y se impidió toda actividad comercial y movilidad durante los dos días. El saldo del paro armado fue de cinco muertos, entre ellos un civil y cuatro integrantes de la fuerza pública. No solo se trataba de mostrar poder y dominio territorial, sino también de movilizar a la población para la marcha del 2 de abril, convocada por el Centro Democrático en todo el país, en contra del proceso de paz(15) . En esta ocasión, como en otras, las autoridades nacionales negaron la gravedad de lo ocurrido, minimizaron el evento e impidieron la respuesta oportuna de la fuerza pública.

En lo que se respecta a los asesinatos de líderes sociales, ocurridos durante la última fase de la negociación del proceso de paz y después de la firma de los acuerdos, sigue habiendo divergencias sobre la magnitud y el origen del problema, entre el Gobierno Nacional y algunas entidades que le hacen seguimiento al proceso. Un informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz, señala que en el año 2016 fueron asesinados 117 líderes en diversas regiones, sobretodo en el suroccidente del país, en los departamentos de Valle, Cauca y Nariño. Afirma Leonardo González Perafán, coordinador de la investigación, que “estos homicidios se han cometido en el marco del inicio de una transición y tienen como finalidad el desplazamiento de las comunidades, la apropiación de territorios, la defensa de megaproyectos y el control político en las regiones” . Destaca el informe también que la presencia de grupos paramilitares, entre ellos “el Clan del Golfo”, “Los tierreros” y ´´Águilas Negras” se ha incrementado, no solo mediante sus crímenes, sino también con amenazas individuales y colectivas, en especial en las zonas en donde antes hacían presencia las FARC (Indepaz, 2016).

De acuerdo con un informe aún más reciente, presentado por la Fundación Paz & Reconciliación, algunas de las zonas que han dejado libres las FARC en su proceso de desmovilización están siendo ocupadas por otras organizaciones criminales. Se habla de cinco tipos de zonas posteriores a este proceso, con diferente suerte: a) con presencia de ELN; b) con presencia de bandas criminales; c) con incremento de la delincuencia común; d) con algunos de los disidentes de las FARC; y e) con esfuerzo de recuperación del Estado (17) . Para Ariel Ávila, investigador de la Fundación, la situación es bastante preocupante, por cuanto pone en evidencia la incapacidad del Gobierno Nacional para hacer una presencia institucional que preserve para el Estado dichas zonas abandonadas, así como de llegar a las regiones con alternativas reales a los negocios ilegales y con posibilidades de administrar justicia(18) .

Pese a la gravedad de la situación, la respuesta del Gobierno Nacional sigue siendo muy débil, por decir lo menos. Frente a los atentados más recientes, perpetrados después de la firma de los acuerdos de paz, el Fiscal General de la Nación ha insistido en que no hay una sistematicidad en la muerte de los líderes sociales asesinados, mientras que el Ministro de Defensa ha reafirmado una antigua tesis del Gobierno Nacional, según la cual lo que hay son “bandas criminales” o bacrim, con lo que se pretende negar, contra toda evidencia, la persistencia misma del paramilitarismo como fuerza organizada y con expresión política y económica.

Puede señalarse entonces, que el peligro principal para la consolidación de los acuerdos de paz con las FARC proviene de esta corriente que representan el expresidente de la República y sus aliados. Históricamente, su proyecto económico ha estado ligado al narcotráfico y al paramilitarismo, para lo cual requiere de la apropiación y control de territorios estratégicos, mediante el despojo y la intimidación. En dicha tarea ha contado con la alianza de importantes sectores de las fuerzas armadas del país. Esta corriente se nutre también de la supervivencia de una cultura rezagada, que se apoya en creencias y posturas religiosas con sesgo marcadamente conservador, de diverso origen, con las que se pretende legitimar el statu quo, en especial en las zonas rurales en las que el Estado ha hecho muy poca presencia en términos institucionales y sociales, más allá de las fuerzas militares. Por supuesto que los desafueros de los grupos guerrilleros le han conferido a dicho sector criminal una cierta “legitimidad” entre importantes sectores de la población, tal como se señalaba anteriormente.

Por su parte, el Presidente Juan Manuel Santos representa a importantes sectores de la élite del país, que ha detentado el poder político y económico durante más de un siglo y ha sido responsable directa de las difíciles condiciones sociales y del rezago económico predominante. La base social y económica de este sector son los grandes empresarios de la ciudad y del campo, tanto nacionales como extranjeros. Su ruptura con Uribe tiene que ver fundamentalmente con la necesidad percibida por ellos de terminar con el conflicto armado, con el objeto de generar las mejores condiciones para profundizar el modelo de desarrollo excluyente que prevalece en el país. Por supuesto, ello no quiere decir que la decisión y esfuerzo de Santos por sacar adelante el proceso de paz con los grupos guerrilleros no corresponda a la tarea prioritaria para el país y a las expectativas de buena parte de su población de avanzar por fin hacia una sociedad más igualitaria.

Los lastres del modelo económico

A diferencia de lo que ha sucedido en otros países de la región a partir del siglo XXI, en Colombia las clases dirigentes no han cuestionado las políticas neoliberales, ni mucho menos han planteado alternativas al modelo de desarrollo vigente desde hace 25 años. Por el contrario, pese a las diferencias políticas importantes entre los dos últimos presidentes frente al conflicto armado que ya fueron examinadas, en lo económico los dos períodos del gobierno de Álvaro Uribe y el tiempo transcurrido de la administración de Juan Manuel Santos (2010-2017) han estado marcados por un esfuerzo por consolidar dichas políticas.

En línea de continuidad con su antecesor, el afianzamiento de la llamada “confianza inversionista” y del modelo minero y agroexportador ha sido el énfasis de los dos planes de desarrollo del mandatario actual. En el primero, Prosperidad para todos (2010-2014) planteó cinco locomotoras para alcanzar el crecimiento, entre las cuales estaban la minero-energética y la agrícola. En ambas se privilegiaron los intereses de los grandes propietarios extranjeros y nacionales, en la minería y la exportación agrícola, en detrimento de los pequeños y medianos propietarios del campo. Al igual que en el caso de su antecesor, durante el primer gobierno de Santos se hizo muy poco esfuerzo por reinvertir los excedentes petroleros en los sectores estratégicos de la economía, con el fin promover el desarrollo agrícola e industrial del país.

Su segundo Plan de Desarrollo, denominado Todos por un nuevo país (2014-2018) concibe como ejes centrales la paz, la equidad y la educación. No obstante, insiste en la misma estrategia económica de su primer mandato, por lo que desde su primer artículo, el nuevo Plan expresa la decisión de cumplir los criterios impuestos por la OCDE y otros organismos internacionales. Estos criterios consisten en favorecer el comercio y la inversión extranjera, reducir todavía más las garantías laborales, aplicar criterios tributarios regresivos e imponer con mayor dureza el ajuste fiscal, como medidas para compensar la caída en los precios del petróleo que se dio en el año 2013. Sin duda, todas estas medidas van en contravía de la construcción de la paz, en especial en las regiones más afectadas por el conflicto, que tienden a ser las más rezagadas en cuanto al desarrollo, por lo que demandan ahora una fuerte presencia social por parte del Estado.

La política de ajuste fiscal, una de las estrategias centrales del enfoque neoliberal, fue consagrada legalmente por primera vez en Colombia el 2011 mediante la llamada Regla Fiscal, basada en el principio de sostenibilidad fiscal, aprobado por el Acto Legislativo del 8 de junio de 2011 y convertido en la Ley 1473 del 2011. Esta ley se centra en la reducción del gasto público en el país, con el objeto de mantener el llamado equilibrio fiscal, garantizando la sostenibilidad de la deuda pública y la estabilidad macroeconómica. Lo cierto es que, más allá de toda pretendida justificación, esta política está orientada a cumplir los compromisos con la banca internacional y a garantizar el pago de las remesas de las empresas extranjeras. Ha tenido efectos negativos en lo que respecta al desarrollo de los sectores productivos, la generación de empleo, las condiciones laborales y la inversión pública y social.

Según el actual ministro de Hacienda, la llamada estrategia de “austeridad inteligente” que anunció para hacer los recortes más recientes al presupuesto incluye tres herramientas con las cuales cuenta el Gobierno Nacional para enfrentar la situación: mayores ingresos, austeridad en el gasto y un mayor déficit bajo los lineamientos que permita la Regla Fiscal (Cárdenas, 2016, 8). Pero el ministro también ha dejado en claro que el plan de austeridad inteligente con el Presupuesto General de la Nación tiene como objetivo “apretarse el cinturón” para que el sector privado pueda potenciar sus inversiones . Ha insistido en que no se va a afectar la inversión pública y social, aunque es claro que buena parte de ella ha sido reducida.

De acuerdo con cifras oficiales, Colombia tiene un déficit de cuenta corriente de más del 6% del PIB y ha experimentado un fuerte incremento de la deuda externa, cuyo monto, a diciembre de 2015, alcanzó 111.197 millones de dólares. De esta cifra, el 39,8% (US$ 44.255 m) corresponde al sector privado y el 60,2% (US$66.941 m) al sector público. La deuda externa representa actualmente un 38,1% del PIB (20).

Los sectores productivos principales, la agricultura y la industria, se han visto por completo rezagados, tal como lo muestran las mismas cifras oficiales y de los gremios. Su situación se ha visto todavía más afectada por los tratados de libre comercio con otros países, en especial el que se suscribió con Estados Unidos y empezó a operar en el año 2012. Como consecuencia de estos acuerdos comerciales, la balanza comercial del país ha sido deficitaria en los últimos años, incluso desde antes de la caída de los ingresos provenientes de las exportaciones de hidrocarburos.

Es importante también destacar las consecuencias graves que tuvieron la apertura económica y la desaparición de las instituciones agrarias en cuanto a la intensificación del conflicto armado, precisamente durante las tres últimas décadas. El informe ¡Basta ya! hace un detenido análisis sobre esta situación. Señala que el desmonte de la protección arancelaria y del pacto internacional del café, así como las restricciones a la importación del banano que impuso la Unión Europea, entre otras medidas, golpearon fuertemente a sectores productivos que antes demandaban considerable mano de obra. Así, se produjo una profunda transformación en el sector rural, que le abrió paso a la extensión y consolidación del narcotráfico, a la compra masiva de tierras por los señores de la droga, al incrementó la ganadería extensiva y el debilitamiento de la economía campesina:

      Los efectos de la apertura económica y el desmonte de la institucionalidad pública implicaron un abandono estatal del país rural, que no hizo otra cosa que dejar el territorio despejado para atizar la feroz confrontación por su control entre los actores armados, quienes ahora definirían la configuración económica de esos territorios. Los paramilitares resultaron efectivos para la promoción del latifundio ganadero, la agroindustria, la minería y los megaproyectos, en detrimento de la economía campesina. Uno de los casos emblemáticos de apuntalamiento de este tipo de desarrollo lo ofrece la alta concentración geográfica del cultivo de palma africana sobre el corredor estratégico y la zona de retaguardia de las AUC (Centro de Memoria, 2013, 177).

Sin embargo, al tiempo que saca adelante el acuerdo de paz con las FARC, el gobierno de Santos insiste en poner en marcha medidas económicas lesivas para los intereses del país y en particular del sector agrario. Una ley muy cuestionada, por cuanto empeorará la concentración de la tierra en Colombia, la expropiación y la desigualdad rural es la Ley 1766 de enero de 2016, que reglamenta la creación y el desarrollo de las llamadas Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (ZIDRES). Según el gobierno, mediante esta ley se pretende explotar y desarrollar más de siete millones de hectáreas en la Altillanura, el Urabá chocoano, la Guajira y la Mojana. Pero lo cierto es que se trata de un instrumento que legalizará la acumulación irregular de predios con antecedentes de baldíos, por parte de empresas nacionales y multinacionales extranjeras. Con ello se pretende evadir las restricciones legales existentes a la concentración de baldíos, establecidas por la Ley 160 de 1994(21) . El Gobierno Nacional argumentó que se trata de un mecanismo para promover el desarrollo de proyectos empresariales, mediante una explotación “sostenible” del campo, que beneficiará a los campesinos. No obstante, tal como lo han señalado diversos analistas, es un proyecto insostenible, desde el punto de vista económico y social para estos, lo mismo que en términos ambientales.

La situación económica de Colombia es grave, incluso en el contexto de la región. De acuerdo con informes periódicos y estudios que presentan diversas instituciones, América Latina es la región del mundo que presenta una peor distribución del ingreso. Si bien es cierto que ha habido avances importantes en lo que respecta a la reducción de la pobreza, en especial durante la última década, poco se ha logrado en cuanto a alcanzar sociedades más equitativas(22) . En ese contexto, Colombia aparece reiteradamente como uno de los países de peor distribución del ingreso en el continente.

Para complicar aún más la situación económica y social del país, en diciembre de 2016 el Congreso aprobó un proyecto de reforma tributaria presentado por el Gobierno Nacional bajo presión de las entidades financieras internacionales y de las agencias calificadoras de riesgo, mediante la Ley 1819 de 2016. Se trata de una reforma por completo regresiva, que sigue los mismos criterios de las otras 12 reformas tributarias que se han aprobado en Colombia a partir de 1990: incremento del IVA y del impuesto a las ventas; reducción considerable de los impuestos al comercio exterior y de la tributación de los empresarios nacionales e inversionistas extranjeros, al tiempo que se les mantienen sus exenciones y privilegios; incremento de los impuestos a las rentas laborales.

Un informe de la CEPAL, denominado Panorama Social de América Latina 2015, llama la atención sobre la necesidad de tener en cuenta los datos tributarios al examinar la concentración del ingreso en cada país. En esta ocasión, Colombia aparece con la mayor concentración de riqueza en manos del 1% más rico de la población en el período 1993-2014, en toda la región. A este dato habría que sumarle el de la concentración rural, que es del 0,91 por ciento y la de las acciones, del 0,95%(23) . El informe cuestiona las cifras que presenta el DANE, según las cuales la desigualdad, medida por el coeficiente GINI, está en 0,52 y señala que esta cifra podría ascender al 0,55, si se calculara la riqueza de los más ricos, después del pago de impuestos. Por ello, considera que en dichas cifras se estaría subestimando la desigualdad, de manera sistemática (CEPAL 2016).

La crisis económica se manifiesta también en la tasa de desempleo. A finales del año 2015, Colombia era el país de mayor desempleo en la región, con un promedio de 10.3%, de acuerdo con un informe sobre Coyuntura laboral en América Latina y el Caribe, presentado conjuntamente por la OIT y la CEPAL. Sólo fue superado por dos países pequeños del Caribe, Jamaica (13,7%) y Bahamas (12,2 %). La cifra de Colombia está muy por encima del promedio de la región, calculado en 6.6%. Concluye el informe que solo “con políticas de desarrollo productivo claras la región será capaz de superar el contexto adverso que actualmente obstaculiza su expansión y generar más y mejores empleos" (OIT-CEPAL, 2015).

Conclusión

El acuerdo de paz suscrito entre el Gobierno Nacional y las FARC es un logro significativo en lo que respecta a la superación del prolongado conflicto armado del país. Aunque se introdujeron algunas reformas políticas, sociales y jurídicas importantes, la negociación tuvo como objetivo central resolver las condiciones de desmovilización de la organización guerrillera y su incorporación a la vida política y civil del país.

Más allá de este objetivo específico y relativamente inmediato, las implicaciones del acuerdo son fundamentales para el presente y el futuro del país. Se consagra la posibilidad de restablecer las condiciones democráticas básicas para civilizar la contienda política a lo largo y ancho del territorio nacional, propiciar la discusión, la movilización social y política y la toma de decisiones en torno a la adopción de un modelo de desarrollo y de unas políticas públicas que permitan la construcción de una sociedad más justa. Tal es, ni más ni menos, el alcance de este acuerdo.

Sin embargo, la implementación misma de los acuerdos y la consolidación de los mismos no están garantizadas todavía. Los riesgos son diversos, pero provienen principalmente de dos factores. El primero, el entorpecimiento y saboteo, legal y armado, al proceso de paz, por cuenta de las fuerzas que se oponen a este proceso encabezadas por el expresidente Álvaro Uribe y respaldadas por sectores económicos, sociales, y por organizaciones armadas. La elección de Donald Trump en Estados Unidos y el fortalecimiento de la extrema derecha y de sus políticas en el mundo, le proporcionan a esta fuerza un entorno internacional favorable.

El segundo factor que atenta contra la consolidación del proceso proviene paradójicamente del mismo gobierno que lo sacó adelante. La persistencia en políticas económicas excluyentes, tanto en el campo como en la ciudad, menoscaban la legitimidad del régimen y amenazan la consolidación del proceso mismo. A ello se suma su falta de contundencia para reconocer y enfrentar de manera consecuente a las fuerzas enemigas de la paz.

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* Ph.D. en Ciencia Política, New York University. Profesora investigadora, miembro de número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, ACCE, e integrante de su mesa directiva (2015-2017).

1) El Acuerdo final incluye seis puntos que son los siguientes: 1) Reforma Rural Integral (RRI); 2) Participación política: 3) Fin del conflicto; 4) Solución al problema de las drogas ilícitas; 5) Víctimas y Sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición; y 6) Mecanismos de implementación, refrendación y verificación (Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, noviembre 24 de 2016,
www.mesadeconversaciones.com.co/sites/default/files/24-1480106030.11-14…

2) Señala el informe que durante la década de los noventas se dio la etapa expansiva del paramilitarismo, marcada por grandes masacres. Posteriormente recurrieron a prácticas menos visibles, tales como asesinatos selectivos, masacres pequeñas y desapariciones forzadas (Ibid, p.50). Estas masacres han sido objeto de un cuidadoso trabajo de investigación y documentación por parte del Centro de Memoria Histórica.

3) De acuerdo con el mexicano Luis Llanos-Hernández, el concepto de territorio permite interpretar y comprender las relaciones sociales en su vinculación con la dimensión espacial. Incluye la interpretación y comprensión de las prácticas sociales y los sentidos simbólicos vinculados con la dimensión espacial. Este concepto de territorio resulta especialmente importante para el caso de las comunidades indígenas y afrocolombianas. Mediante la Sentencia T-380 del 13 de septiembre de 1993, la Corte reconoce que las comunidades indígenas, a diferencia de otros grupos, son un sujeto colectivo autónomo y, como tal, son titulares de derechos fundamentales. Estos derechos son, entre otros, la identidad cultural, la autonomía y el derecho a tener autoridades propias, a mantener una lengua originaria y a practicar la medicina tradicional. También es importante el reconocimiento del derecho al territorio colectivo, que implica obligaciones para el Estado de proteger y resguardar la propiedad de tierras ancestrales. En la sentencia T-188 de 1993, la Corte estableció que el derecho de propiedad colectiva de sus territorios reviste una importancia esencial para las culturas y valores espirituales de los pueblos indígenas.

4) http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2004/t-025-04.htm

5) De acuerdo con el estudio, el porcentaje del 1.5 corresponde al promedio del gasto en defensa y seguridad de los países de América Latina que no han estado en condición de conflicto armado.

6) En términos generales, el nuevo acuerdo preservó los puntos esenciales del primero, en torno al alcance de la justicia transicional y las penas alternativas, la participación política de la guerrilla y su proceso de desmovilización y reincorporación a la vida civil. Pero en cuanto al primer punto de los acuerdos, el de la Reforma Rural Integral, sí hubo cambios importantes, que representan un retroceso frente al acuerdo que se presentó en el plebiscito. Señala Marcelo Torres que estos cambios se expresan principalmente en “el alargamiento de algunos tiempos de la implementación de medidas acordadas para el agro, la disminución del papel de la participación campesina y comunitaria en los planes agrarios para la fase de implementación y, sobre todo, en que se redujo sustancialmente el alcance de la actualización del catastro rural al sujetarlo a normas legales vigentes favorables al rentismo de la gran propiedad” (TORRES, 2017, 2).

7) Berit Reiss-Andersen, vicepresidenta del Comité Noruego del Nobel, afirmó en su intervención durante la entrega del premio Nobel el pasado 10 de diciembre: “Señor Presidente, cuando se conoció el resultado del plebiscito, muchos observadores opinaron que sería demasiado temprano darle el Premio Nobel de la Paz este año. Recomendaron más bien al Comité del Nobel esperar un año para ver si el proceso de paz realmente logra crear la paz. Sin embargo, el comité lo vio de manera diferente. En nuestra opinión no teníamos ningún tiempo para perder. Todo lo contrario, el proceso de la paz se encontraba en un peligro inminente de fracasar y necesitaba todo el apoyo internacional que podía recibir”. http://www.semana.com/nacion/articulo/berit-reiss-andersen-y-las-razone…

8) L a Ley 1820 de 2016, de amnistía, indulto y tratamientos penales especiales, establece que la amnistía solo se concede a quienes hayan hecho la dejación de las armas, de acuerdo con el cronograma establecido en el artículo 18 del acuerdo de paz. La ley señala con claridad que en ningún caso se amnistiarán ni indultarán a los autores de delitos de lesa humanidad, entre ellos el genocidio, el secuestro, la desaparición forzada y el acceso carnal violento (Juanita Goubertus, “Lo bueno, lo malo y lo feo de la ley de amnistía”, El Tiempo, Bogotá DC, martes 17 de enero de 2017, p.11).

9) En reciente entrevista, el señor José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán y reconocido partidario del ex presidente Uribe, señaló lo siguiente sobre el primer punto del acuerdo de paz, referente a la Reforma Rural Integral, sin duda el de mayor controversia para los principales oponentes del proceso de paz: “Fedegán seguirá siendo la atalaya, el muro de contención de las pretensiones de las Farc de tener control territorial, que necesitan para mantener su negocio ilícito de narcotráfico y minería ilegal, para mantener control social y para acceder al poder”, “¿Qué papel jugarán los ganaderos en el nuevo acuerdo con las FARC?” El Tiempo, diciembre 15 de 2016, http://www.eltiempo.com/economia/sectores/ganaderos-seran-despojados-de… El alcance de estas declaraciones solo puede entenderse si se tiene presente que durante las décadas de los ochentas y noventas, esta entidad y sus dirigentes desempeñaron un papel crucial en el afianzamiento del poder político, económico y social del paramilitarismo en importantes regiones del país, en especial en la Costa Caribe.

10) El 21 de febrero de 2010, en el marco de la reunión de la Cumbre de Río, realizada en la ciudad de Cancún, México, los presidentes de Venezuela y Colombia tuvieron un fuerte enfrentamiento verbal, que obligó a otros mandatarios a intervenir para reestablecer la calma y evitar que llegaran a los golpes. Antes y después de este singular episodio, proliferaron los enfrentamientos verbales mediáticos entre los dos mandatarios.

11) La Ley de Justicia y Paz concedió beneficios jurídicos de pena alternativa los miembros de los grupos armados al margen de la ley que se desmovilizaran y confesaran sus crímenes ante la justicia penal. Debido a la presión nacional e internacional, se contemplaron los derechos de las víctimas a la verdad, justicia y reparación. No obstante, quedó claro que la Ley 975 había sido concebida inicialmente por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez como un mecanismo para la desmovilización de los paramilitares, con el objetivo central de otorgarles carácter político. Los máximos jefes paramilitares fueron extraditados a Estados Unidos el 14 de mayo de 2008, por lo que su procesamiento por parte de la justicia colombiana, así como los intentos para que reconozcan sus crímenes y reparen a las víctimas, han sido una tarea casi imposible.

12) Los debates más importantes que se hicieron en el Congreso en torno al conflicto interno y a las víctimas del despojo por cuenta de los paramilitares y la guerrilla, así como al surgimiento y consolidación de la llamada parapolítica, en especial bajo los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, los adelantó Gustavo Petro durante su período como congresista (1998-2010).

13) Álvaro Uribe Vélez desempeñó un papel decisivo en el fortalecimiento del paramilitarismo en Colombia, primero como gobernador del departamento de Antioquia (1995-1997), y después como presidente de la república durante dos períodos consecutivos (2002-2010) En esta última condición, puso importantes instituciones del Estado, como la policía secreta agrupada en el desaparecido DAS, al servicio de dicha organización criminal. La Superintendencia de Notariado y Registro e instituciones agrarias, como el desaparecido Incoder también se prestaron al propósito de consolidar el despojo territorial durante la vigencia de la llamada Política de Seguridad Democrática.

14) Según datos proporcionados por la Fundación Forjando Futuros, entre enero de 2008 y marzo de 2014 fueron asesinados 66 líderes y reclamantes (www.forjandofuturos.org). .

15) “El paro armado del clan Úsuga”, http://blog.cerac.org.co/el-paro-armado-del-clan-usuga
En esta ocasión, el ex presidente Uribe no hizo el menor esfuerzo por deslindarse del paro armado y sus promotores.

16) Sin embargo, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia informa de 64 líderes sociales asesinados en el 2016 y esta es la cifra que reconoce el Gobierno Nacional.

17) Fundación Paz & Reconciliación. Informe ¿En qué están los territorios que dejan las FARC?, enero 31 de 2017, disponible en : http://www.pares.com.co/carrusel/en-que-estan-los-territorios-que-dejan…

18) Ariel Ávila, “Los urabeños y las zonas verdales transitorias de normalización”, Las dos orillas, agosto de 2016 . http://www.las2orillas.co/los-urabenos-y-las-zonas-veredales-transitori…

19) Bogotá DC, 28 de julio de 2015, disponible en: www.minhacienda.gov.co/HomeMinhacienda/saladeprensa/HistoricoNoticias/2…

20) http://www.banrep.gov.co/economia/pli/bdeudax_t.pdf

21) la Ley 160 de 1994 estableció que la ocupación y aprovechamiento de las tierras baldías de la Nación debe centrarse en la adjudicación a los campesinos de escasos recursos, teniendo como criterio la llamada Unidad Agrícola Familiar, UAF. Esta es definida como “la empresa básica de producción agrícola, pecuaria, acuícola o forestal cuya extensión, conforme a las condiciones agroecológicas de la zona y con tecnología adecuada, permite a la familia remunerar su trabajo y disponer de un excedente capitalizable que coadyuve a la formación de su patrimonio”. Esta ley establece las llamadas Zonas de Reserva Campesina para fomentar la pequeña propiedad rural, teniendo en cuenta políticas de conservación del medio ambiente y de los recursos naturales renovables, bajo los criterios de ordenamiento territorial y de la propiedad rural (Ley 160 de agosto 3 de 1994. Disponible en: www.huila.gov.co/documentos/L/LEY_160_DE_1994_sistema_nacional_de_refor…).

22) Desde comienzos de la década pasada, la Comisión Económica de América Latina y el Caribe, CEPAL; el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, CLACSO, han venido haciéndole seguimiento a la pobreza y la distribución del ingreso en América Latina, de manera diferenciada entre los distintos países. En sus páginas web aparecen diversas publicaciones al respecto. Buena parte de ellas están disponibles en: www.cepal.org, www.bid.org y www.clacso.org

23) Algunos economistas como Salomón Kalmanovitz, calculan el Gini rural en 0,95, con base en datos parciales proporcionados por el Censo Agropecuario de 2014 (Kalmanovitz, Salomón, “La enorme concentración de la tierra”, El Espectador, junio 19 de 2016, www.elespectador.com).

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