La desigualdad: Una enfermedad mortal

Teresa Consuelo Cardona G.
Teresa Consuelo Cardona G.
Periodista, poeta
La única manera de tomarse en serio el tema de la exclusión, la marginalidad y la desigualdad, es asumirlo desde el alto Gobierno con un ministerio que debe ser parte importante del proceso educativo, participativo e igualitario de nuestras sociedades, sobre el particular. Así lo entendió el actual Gobierno nacional y el Congreso de la República que abrió el escenario a la discusión amplia por parte de unos sectores y a la trillada negación por parte de otros.

Aparentemente el tema de la inclusión vibra entre nosotros a partir de la puesta en órbita de la Constitución del 91. Pero contrario a ello, es la exclusión la que campea en todos los aspectos en nuestro país. Es posible que para poder entender la inclusión debamos primero definir la exclusión, bajo la perspectiva de que es preciso combatirla donde se encuentre.

La exclusión se tipifica por una disminución o ausencia crónica de las oportunidades que se le deben garantizar a una comunidad o a un grupo de individuos, lo mismo que por la escasez de posibilidades en el acceso tanto a los servicios básicos de calidad de vida, como a los mercados laborales, a los créditos bancarios y a la justicia. También hay rasgos de exclusión cuando los ambientes no ofrecen condiciones físicas y de infraestructura adecuadas a las personas que los usan.

Si alguien le da un vistazo a Colombia, no digo una investigación profunda, se da cuenta que, si algo hemos heredado de un gobierno a otro, por décadas, es la exclusión. Cada año aumentó el número de personas que por diversas circunstancias son conducidas a una ruptura del lazo social que los uniría a los derechos que se desprenden de su calidad de ciudadanos.

Aunque es obvio que la exclusión se da por diversas causas, algunas de las cuales escapan a las gestiones de los gobernantes, no es menos cierto que en la mayoría de los casos la herramienta más utilizada en pro de la exclusión es invisibilizar a quienes la padecen. Por ejemplo, se desarticulan los datos para que parezca que unos nada tienen que ver con los otros. Así, las cifras de desempleo no muestran que su consecuencia más inmediata es condenar a comunidades enteras a la imposibilidad de acceder a derechos como la educación, la salud y la justicia. Esconder estos datos, impide también que las personas fomenten sus talentos y habilidades y que se asuman como sujetos de derechos, deberes y responsabilidades. Cuando ello sucede, a las personas se les excluye del ejercicio de su ciudadanía y son arrojadas a una forma de desigualdad que parece normal y aceptable. Es como si la exclusión tuviera causas mágicas o inexplicables. Como si fuera el resultado del destino y no de una falla de la administración pública que debió haber garantizado el empleo, como una de sus prioridades de gobierno.

De la marginalidad del empleo se genera también la inseguridad no sólo por la falta de acceso a la justicia, sino por impunidad. La supervivencia de los delincuentes se garantiza con una población vulnerable, que termina pagándole a sus potenciales asesinos, aparentemente para que cuide de ella, cuando en realidad hacen un prepago para que no los asalten. O tomando préstamos “salvadores”, que terminan ahondando su precariedad, haciéndoles más vulnerables y sometiendo a las personas a formas de violencia (como la mujer vendedora de arepas de Cartago a la que unos cobradores de prestamistas gota a gota le patean su carrito asador y la gritan y amenazan con un ultimátum por no pagar a tiempo un préstamo extrabancario ilegal) e incluso, causándoles la muerte.

La marginalidad tiene múltiples dimensiones, que es preciso abordar de manera integral. Todas ellas contienen trazas de desigualdad que se originan en muy variados factores en confluencia. Un Gobierno que no evidencie e impida la desigualdad, está empujando a sus ciudadanos y ciudadanas a cometer errores y de paso, a consumar delitos que, cobrarán, entre ellos mismos, sus víctimas. La falta de acceso a la educación obliga a los más jóvenes a buscar suplencias peligrosas y los conduce también a reproducirse anticipada e inadecuadamente. Y la desnutrición de grandes franjas poblacionales, contribuye a la vulnerabilidad, aumentando los riesgos e indefensión de la población.

El cambio más evidente que se ha producido en la sociedad colombiana desde la puesta en marcha de la Constitución del 91, y no por culpa de la Constitución si no por las diversas interpretaciones erróneas que se le han dado, es que pasó de ser una sociedad vertical, jerarquizada, lineal, a una sociedad circular en la que el poder se aglutina en el centro, mientras que los marginados son arrojados a la periferia. Ese centro gira a gran velocidad repartiendo por centrifugado los recursos que, desde luego, nunca llegan a donde deberían, porque se agotan y hasta se desperdician en los primeros círculos. O porque esos recursos son sustraídos con complejas y corruptas artimañas de abuso de poder.

La única manera de tomarse en serio el tema de la exclusión, la marginalidad y la desigualdad, es asumirlo desde el alto Gobierno con un ministerio que debe ser parte importante del proceso educativo, participativo e igualitario de nuestras sociedades, sobre el particular. Así lo entendió el actual Gobierno nacional y el Congreso de la República que abrió el escenario a la discusión amplia por parte de unos sectores y a la trillada negación por parte de otros.

El tema de la exclusión ha sido históricamente aislado de los medios. Recientemente, un periodista decía que, siempre sobran cupos en el Sisbén y en Familias en Acción, frente a la meta fijada. Y que hay gente que ni siquiera cobra las ayudas del gobierno. Su interpretación era, según lo manifestó, que la gente no quiere recibir ayuda o es perezosa. Lo primero es cierto. “La gente” no quiere asistencialismo, sino inclusión. “La gente” se cansó de hacer largas filas para obtener algo que de sobra saben que nadie se los está regalando, que les debería llegar a la puerta de sus casas, si es que tienen casas y esas casas tienen puertas. “La gente” ya no quiere quedarle debiendo la vida a un funcionario o a un político sólo porque cumplió con su deber. “La gente” se dio cuenta que si dejan de mendigar dejan de recibir migajas y que si empiezan a exigir empezarán a obtener sus derechos. Eso tan peligroso hay que ocultarlo o al menos disimularlo, y hay que arrojar sobre la comunidad culpas recién inventadas. Hay que hacerles creer a todos que los pobres son muy brutos porque no corren tras las sobras que caen de la mesa. Que son tan brutos, que desperdician la oportunidad de vender la única propiedad política activa que tienen, que es el voto.

La inclusión se remite también a tener en cuenta a las personas en situación de discapacidad, no para regalarles un instrumento que, sin duda, aligerará sus dificultades, sino desde la perspectiva real de inclusión, es decir, desde la rehabilitación, que no se traduce en sesiones de terapia o de estiramiento muscular, sino en un proceso integral para reintegrar a los individuos con lesiones severas en extremidades, columna y cerebro, a la sociedad, con autonomía e independencia. Esa rehabilitación integral, implica derribar las barreras arquitectónicas, pero, sobre todo, las barreras sociales, culturales y ambientales. Implica destinar recursos Implica destinar recursos del gobierno que son recursos de todos nosotros y no resignarnos a la mendicidad para obtenerlos. En Colombia, de las personas que están en discapacidad, solo el 0,6% originan su situación en razones genéticas. El resto padece hoy diversas formas de discapacidad derivadas mayoritariamente de accidentes caseros, enfermedades no atendidas adecuadamente, accidentes de tránsito y violencia. Muchas personas hay entrado en situación de discapacidad producto de un asalto. Y las proyecciones no son alentadoras: En los próximos años, cuatro de cada mil personas estarán en situación de discapacidad, si las condiciones que las producen no cambian. Parece una visión apocalíptica del asunto, pero la mejor clarividencia del futuro es el pasado. Hace apenas 20 años, al cambio del milenio, Colombia daba campanazos de lo que ahora sucede, aunque a todos nos pareció que ya habíamos tocado fondo y que nada podría ser peor. Dos décadas nos bastaron para comprobar cuán equivocados estábamos. Y ahora sabemos, con una certeza mediada por la amnesia que, dentro de 20 años, todo puede ser peor. Y para que no lo sea, y no sigamos aferrados a la absurda idea de que “de desigualdad nadie ha muerto” es indispensable, además de la creación, el fortalecimiento conceptual y operativo del Ministerio de la Igualdad para que la inclusión social pueda darse a partir del establecimiento sincero y certero de un vínculo de identidad con el otro, en términos de igualdad frente a las oportunidades. Es la igualdad la que nos da la seguridad necesaria para avanzar en la participación ciudadana y en el bienestar colectivo. La paz es con todas, todes y todos, o no será. No se puede desvincular la estrecha relación que existe entre la marginalidad, la exclusión y la desigualdad, y los factores y actores de la guerra en Colombia. Estamos en un proceso de transición hacia un país en paz y por ello mismo, son muchos los peligros que saltan desde las oscuras cavernas. La desigualdad es uno de ellos y es un monstruo grande y pisa fuerte y, como bien escribió Gramsci, “Cuando lo viejo no se ha acabado de ir y lo nuevo no ha empezado a llegar es el momento más peligroso para una sociedad, es cuando aparecen los monstruos”.

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