Es hora de descartar la fracasada "guerra contra las drogas". Pertinente anticipo de un tema candente

Marcelo Torres Benavides
Marcelo Torres Benavides
Dirigente nacional del Partido del Trabajo de Colombia
El 29 de noviembre del 2022 se lanzó la reedición del libro “Narcotráfico: Guerra Insensata-Despenalización”, de Carlos Bula Camacho, el exconcejal, exembajador y exministro, hoy del equipo dirigente del Polo Democrático Alternativo, y otros coautores de la importante publicación. Lo significativo de la misma reside, a la luz de los acontecimientos posteriores, en que asunto de tan capital trascendencia para la vida nacional, planteado de manera crítica por el nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, poco después de su posesión, puso la tesis de su replanteamiento a fondo en el centro de la atención pública nacional e internacional y en la agenda próxima a ventilar de las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos. El libro constituyó un pertinente anticipo del suceso sin antecedentes consistente en que por primera vez un presidente colombiano pusiera en cuestión la llamada “guerra contra las drogas” y la calificara como un rotundo fracaso. El prólogo de Marcelo Torres a la obra nos explica la tremenda importancia de sus planteamientos y la conclusión de los mismos: la despenalización del consumo de psicotrópicos.

 

Narcotráfico: guerra insensata-despenalización, una valiosa indagación sobre un asunto global que impacta a Colombia

Prólogo

Los textos que los autores del presente libro ofrecen al público lector compilan aspectos clave de un fenómeno de muy profunda incidencia en los asuntos de la nación. Trátase del narcotráfico. Junto con el conflicto armado y los 30 años de modelo neoliberal que hemos soportado, constituyen la triada de problemas fundamentales del país que como sendas cruces o ruedas de molino al cuello, ha venido arrastrando el pueblo colombiano durante interminables decenios. Entrelazados y condicionándose entre sí tales flagelos, la gran masa del país que los padece clama por su solución o salida; en estas reside en realidad la llave de un porvenir mejor.

Dado que en torno a asunto de tan hondo y ostensible calado, como el del tráfico de drogas ilícitas y sus tremendas repercusiones en la vida de todos los colombianos, el libro que prologamos está destinado a germinar rápido. No sólo porque existen sectores sedientos de información y orientación al respecto, sino porque el surco de su siembra está abonado en demasía por los acontecimientos del pasado reciente y sobre todo, por los del duro y azaroso presente.

Está dedicado a los sucesos y tendencias principales del tráfico de sustancias ilícitas producidas y exportadas desde Colombia, principalmente en la primera década del Siglo XXI. Aunque la masa de datos que nutre su elucidación se circunscribe en lo fundamental a ese tramo, sus conclusiones se proyectan con plena y aún acrecentada vigencia a los días que corren. Ninguna de ellas ha perdido validez por cuanto que, pese a que la peste global recorre el planeta y se abatió también sobre nuestro suelo, aquí se agravaron los males viejos y nacen intensificados los nuevos, y aunque fluctúa, se alza y recrudece la rebeldía social.

Se abren las páginas de “Narcotráfico: guerra insensata-Despenalización” con la intervención Carlos Bula Camacho, entonces embajador de Colombia ante la Organización de las Naciones Unidas en Viena, en abril de 1997. La alocución de Carlos Bula, “Basta ya prepotentes de la Humanidad”, constituye un documento político de gran trascendencia y el texto más importante del libro.

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Marcelo Torres interviene en el evento de la presentación del libro, el pasado 29 de noviembre en el antiguo Club Telecom en Bogota.

De excepcional significación en la historia de la diplomacia colombiana –y muy seguramente única en la del siglo XX del país−, marca una clara ruptura con la tradicional posición sumisa de los gobiernos de Colombia ante Estados Unidos. Así quedó planteada en su terso enunciado que reza: “Colombia no acepta, pues, el mecanismo de las evaluaciones unilaterales”, refiriéndose a la llamada descertificación proferida por la Casa Blanca contra el gobierno de Ernesto Samper. Fue la utilización, en las postrimerías de la pasada centuria, de una herramienta de castigo contra Colombia y de amenazadora advertencia al vecindario latinoamericano dentro de la más clásica tradición gringa del big stick imperialista cuyo porrazo, para entonces ya casi centenario, se había hecho sentir desde la separación de Panamá.

Porque “la decisión adoptada por Estados Unidos de realizar evaluaciones unilaterales con fuerza de ley, sobre la conducta de otras naciones en materia de lucha contra el narcotráfico y la drogadicción” –había concluido Bula en su intervención− es “factor de agresión de un Estado contra otros”. No sólo daba calificación exacta al mecanismo de intrusión y atropello; defendía la soberanía colombiana y salía por los fueros de los países de América Latina. “Son cerca de 30 países sometidos a este procedimiento unilateral y arbitrario”, denunciaba Bula, y revelaba que la “descertificación” obedecía, entre otros motivos, a que “justamente el Gobierno nacional se ha negado a fumigar con un herbicida denominado hexazinona, propuesto por Estados Unidos,…” exigencia tanto más inadmisible, puntualizaba el vocero del país, cuanto que la misma Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos la catalogaba como “irritante ocular serio y peligroso y contaminante de las aguas tanto subterráneas como superficiales”.

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El país era sacudido por la crisis política desatada por el escándalo de las revelaciones sobre los dineros del narcotráfico en la campaña electoral del entonces presidente. La intromisión de la embajada norteamericana y de la DEA, encaminada a promover la destitución del mandatario por otro de su preferencia, se daba descarada y desafiante. El círculo de los sectores más retardatarios del establecimiento –encabezados por Andrés Pastrana Arango, quien después sería presidente–conspiraba día y noche para complacer los deseos de Washington. La Central Unitaria de Trabajadores y sectores democráticos y de izquierda repudiaron y se movilizaron contra la inaceptable intromisión y reafirmaron el derecho de Colombia a resolver sus asuntos internos sin injerencia foránea.

En aquel turbión de acontecimientos revistió innegable significación la declaración del diplomático colombiano Carlos Bula ante la ONU de que a pretexto de la “corrupción administrativa”, “los colombianos no permitiremos intervención extranjera de nadie”. Las afugias y momentos críticos que padeció el mandatario de entonces obedecieron, según se desprende de la crónica del turbulento cuatrienio, entre otros determinantes factores, a que tan erguida actitud del embajador y luego m inistro, no tuviese propiamente una cabal aplicación por el gobierno del que formara parte.

Con toda su importancia, aquellas denuncias manifiestas en la altiva posición de Bula en defensa del interés nacional de Colombia, no circunscribieron su alcance a la compleja circunstancia que atravesaba el país. En un anticipo de lo que después plantearía en su real dimensión, sobre la llamada lucha mundial contra el narcotráfico advirtió que la “crítica y precaria situación de sus resultados” resultaba inocultable y era preciso difundirla.

En efecto, casi 12 años después, a finales de febrero de 2009, en las postrimerías del segundo gobierno consecutivo de Álvaro Uribe Vélez, una reunión nacional del Polo Democrático Alternativo expidió una resolución que expresaba la posición asumida por el agrupamiento político frente al candente asunto de la política antinarcóticos y los estragos que había provocado en Colombia.

Aquel texto, uno de los documentos que reproduce este libro, constituía una abierta ruptura con la política oficial antidrogas imperante en Colombia. Proclamaba nada menos que la necesidad de recuperar la autonomía y la soberanía del país en la conducción de la lucha contra las drogas. Se oponía y denunciaba la posición del ministerio de Relaciones Exteriores del gobierno de Álvaro Uribe y de la embajada de Colombia en Viena, en el marco de la Comisión de Estupefacientes de la ONU. Proponía que se promoviera una conferencia internacional en la cual los voceros de Colombia plantearan la despenalización de la totalidad de la cadena productiva de la droga con el propósito de evitar los desastrosos efectos de su nefasto tráfico ilegal. El planteamiento implicaba despenalizar el cultivo, el procesamiento, la venta y el consumo de las sustancias psicotrópicas y alucinógenas cuya siembra y posterior transformación, comercio y uso se han mantenido en la ilegalidad desde mucho tiempo atrás. Así mismo, conllevaba el cese definitivo de las fumigaciones aéreas con sustancias tóxicas sobre los cultivos mantenidos como ilícitos. Tal despenalización, rezaba la resolución, debería acompañarse de una plataforma reglamentaria, que regulara por el Estado lo antes sometido a un régimen de prohibición.

La mencionada resolución había sido impulsada públicamente y en el seno del Polo por la Fundación Socialdemócrata dirigida por Carlos Bula. Trabajos y conferencias realizadas por el exembajador y por destacados integrantes de su equipo, con anterioridad y después de la resolución del Polo de 2009, y compilados en este libro, ofrecen un panorama de contexto sobre la propuesta despenalización. Es lo que podrá percibir el lector atento de las páginas de “Propuesta sobre la despenalización de las drogas presentada al II Congreso Nacional del Polo Democrático Alternativo (PDA)”, y en “Consideraciones sobre las políticas contra las drogas ilícitas y la despenalización”, en el XXIV Congreso de Asmedas en Medellín, en octubre de 2010, ambas de Carlos Bula. Al igual que de las partes 1 y 2 de “Las políticas contra las drogas ilícitas y su efecto en las relaciones sociales”, investigación realizada por Augusto Bonilla para la Secretaría de Salud del Distrito Capital de Bogotá, y “La irracionalidad de la política contra las drogas”, del experto en la problemática del narcotráfico, Alberto Rueda, en su condición de asesor del Ministerio del Interior y de la Justicia, en documento dirigido al ministro del ramo, de octubre de 2004. Lo mismo cabe decir sobre dos de los capítulos del trabajo de investigación “Dosis personal y política antinarcóticos 2002-2009”, del integrante de la Fundación Socialdemócrata, ya fallecido, Fernando Cortés, quien cursaba el último año de derecho, como del capítulo que aquí se publica de “Colombia, revolución siempre aplazada”, del exsenador y excandidato presidencial, también fallecido, Jaime Piedrahita Cardona.

Estos trabajos siguen una línea argumentativa basada en fundamentos comunes, referidos todos a hechos que se repiten –en Colombia y en el mundo– durante lustros y décadas, cuyo nocivo curso es precisamente lo que sus conclusiones llaman a suprimir y a reemplazar por lo que debe hacerse.

A partir de la identificación de la naturaleza prohibicionista y represiva de la política antinarcóticos vigente por decenios en Colombia, los estudios en mención precisan la fuente de la misma: los compromisos adquiridos por la sucesión de gobiernos del país con Estados Unidos y la Convención de Viena contra las drogas de 1988. Una conclusión de base se proyecta al conjunto del análisis: es la prohibición y penalización del comercio de drogas lo que genera la altísima rentabilidad de este negocio ilícito, que de otra manera ocuparía un lugar de efecto relativamente normal en la vida social, como otras drogas adictivas, caso del alcohol. La prohibición legal, la persecución policial y judicial es lo que añade a una actividad y comercio el componente determinante del alto riesgo que conlleva, sin el cual su discurrir no tendría el terrible impacto que genera. El elevado nivel del riesgo, consecuencia directa del prohibicionismo, insisten los autores de este libro, es lo que dispara el precio de tales drogas a la estratosfera mercantil, tanto más alto cuanto más lejos se venda de sus lugares de cultivo y trasformación. Las asombrosas y extraordinarias ganancias así generadas, propician de modo inexorable el surgimiento de bandas, ejércitos de pistoleros y desenfrenada violencia que configuran el ambiente gansteril y mafioso del narcotráfico, la espantosa criatura del prohibicionismo.

La compilación de textos que reúne este libro se centra en la defensa de la tesis de la necesidad de la despenalización en todas sus fases del narcotráfico, y versa especialmente sobre la del consumo. La normatividad contra las drogas habíase iniciado comenzando el siglo XX pero luego de suscribir varias Convenciones internacionales contra las drogas, en 1984 se expide la Ley 30 o Estatuto Nacional de Estupefacientes. Con el asesinato del ministro Lara Bonilla, la presión norteamericana por una política antinarcóticos se incrementó. Comenzaron las extradiciones y el tinte abiertamente pronorteamericano frente a las drogas ilícitas se hizo más y más patente. El prohibicionismo había alzado vuelo en Colombia.

No obstante, con la expedición de la Constitución del 91, la extradición había sido suprimida de la Carta Política. Era el producto de complejas negociaciones de la alta burguesía –asediada por el terrorismo mafioso que amenazaba el clima de estabilidad requerido por los grandes negocios y por los secuestros de vástagos de familias linajudas o poderosas–, con el cartel de Medellín. El artículo 16 de la Constitución, que consagró el libre desarrollo de la personalidad, y luego en 1994, la Sentencia C-221 de la Corte Constitucional, con ponencia del entonces magistrado Carlos Gaviria reconociendo la dosis personal, parecieron establecer sólidos diques al punitivo embate antidrogas. Sin embargo, la fuga de Pablo Escobar y la oleada de terrorismo, atentados y asesinatos que estremecieron al país crearon el ambiente más propicio para la implantación en Colombia de una política antinarcóticos, tal como la deseaba el gobierno norteamericano, prohibicionista y fuertemente represiva. La presión estadounidense se hizo sentir sin contemplaciones. En 1997 fue restablecida la extradición. Como senadores del PTC, que por entonces aún aparecía públicamente como Moir, Jorge Santos Núñez y quien escribe estas líneas nos opusimos y denunciamos la intromisión norteamericana en los asuntos internos de Colombia y repudiamos sus maniobras, secundadas por una minoría de apátridas conspiradores, que intentaron sin éxito deponer al presidente Ernesto Samper. Nuestro voto en la plenaria del Senado que aprobó restablecer la ignominiosa medida de corte colonial, fue negativo.

El final de los 90 y el comienzo de la nueva centuria, con los gobiernos Pastrana y Uribe, vieron plasmarse a fondo la política de Washington. La Ley 745 de 2002 identificó como contravención la dosis personal. El regresivo rumbo no ganó terreno sin resistencia; la emprendieron fuerzas democráticas desde la calle pero también desde el ámbito institucional. El referendo propuesto por el gobierno Uribe en 2003 pretendía modificar el artículo 16 de la Constitución para colocar el consumo de sustancias psicoactivas bajo una órbita sancionatoria, si bien todavía no privativa de la libertad. La Corte Constitucional la eliminó de la intentona de referendo.

En 2006, con el argumento de que la sentencia C-221 del 94 estimulaba los cultivos ilícitos y el expendio y consumo de estupefacientes, el gobierno Uribe intentó de nuevo penalizar la dosis personal, pero la iniciativa no fue aprobada por el Congreso. De nuevo en el 2007 el gobernante del Ubérrimo insistió en penalizar la dosis personal, esta vez por la vía de modificar el artículo 49 de la Constitución, que establece el derecho a la salud y a un ambiente sano. El Congreso reiteró su negativa. Una vez más, a mediados del 2009, el régimen de Uribe volvió a la carga.

En el recuento sobre esta fase que nos ofrece Fernando Cortés, se registra que el gobierno presentó al Congreso 2 proyectos, uno de reforma constitucional en 2007 para echar atrás la dosis personal y otro de reforma legal de penalización del porte de la misma dosis. Ambos fueron negados por el Congreso. Pero en 2009 logra la reforma constitucional que prohíbe el porte y consumo mediante la modificación del artículo 49 de la Carta Política. Además de la prohibición del porte y el consumo de la dosis personal, Augusto Bonilla hace hincapié en que se establecían así la “protección coactiva”, los “tribunales de tratamiento” (!!) y “sanciones contravencionales no privativas de la libertad”, como las “sanciones terapéuticas” medidas todas restrictivas de la libertad personal o abiertamente violatorias de ella. Pero al terminar el gobierno de Juan Manuel Santos la ley reglamentaria necesaria para la aplicación de la prohibición no se había expedido aduciendo razones presupuestales.

No existe base científica, afirman una y otra vez los autores, que pueda fundamentar semejante actitud y política diferencial frente a las drogas catalogadas como ilícitas. No existe una automática peligrosidad en el adicto a las drogas; el número de fallecimientos por uso excesivo de las drogas es pequeño en comparación con los decesos causados por el abuso del alcohol y el tabaco. Es el entorno en el cual dichas drogas son prohibidas lo que genera o propicia la violencia. Este prohibicionismo genera inseguridad ciudadana e invasión del crimen sobre la esfera social, económica y política.

La posición prohibicionista que anima tal diferenciación hunde sus raíces ideológicas en una concepción cuasimedieval como el puritanismo, nos recuerda Augusto Bonilla, llegada con los mitológicos Padres Peregrinos a las playas de Plymouth de la Norteamérica de comienzos del siglo XVII, que como pesado fardo ha gravitado desde entonces en la vida de los Estados Unidos. El episodio de la ejecución de las brujas de Salem –las 19 indefensas jóvenes víctimas de la superstición y el oscurantismo moral– fue apenas el chispazo inaugural, agregaríamos ahora, que anticipó los intensos espasmos prohibicionistas que con fuerza cada vez mayor afectaron la sociedad norteamericana desde mediados del siglo XIX. La mafia de Chicago y Al Capone –el Pablo Escobar de aquella época de la prohibición del alcohol– debieron la expansión y poderío de sus clanes mafiosos a la ilegalización del consumo de licor. Sin esta no habría tenido lugar el contrabando de bebidas alcohólicas entre 1920 y 1932 que disparó los precios, que a su turno posibilitaron las enormes ganancias amasadas por Scarface y sus pandilleros. El estertor prohibicionista revivió en los años 60 y en 1971, cuando Nixon declaró el narcotráfico “enemigo público número uno”, y luego al acuñar Reagan la expresión con remembranzas de cruzada, de “la guerra contra las drogas”.

Claro que todo puritanismo, observa agudamente el mismo Augusto Bonilla, cede en la mente y acción de los que gobiernan cuando lo que está en juego son las ganancias. Las Guerras del Opio de 1839 y 1856 de la marina inglesa contra China, que impusieron a los chinos el consumo del alcaloide a punta de cañonazos en provecho de los intereses mercantiles de Inglaterra, fue una brutal y cínica demostración anglosajona de tan terrenal pragmatismo.

En el último tercio del Siglo XX y en el comienzo del XXI, con respecto a la corriente de narcóticos que fluye de América Latina, los Estados Unidos parecen haber añadido a la rancia motivación puritana prohibicionista la más prosaica y efectiva de su interés de dominación imperial. Revestida, como acostumbran los voceros de Washington, con la retórica de la libertad y la democracia al estilo de los Padres Fundadores y del proclamado excepcionalismo de su nación. Como si nunca hubiesen ocupado, como cualquier antañona potencia colonial, a Puerto Rico, Filipinas, Hawai, Cuba, Panamá, Diego García, etc. O mejor dicho, camuflando bajo cánones morales de elevada y estricta apariencia su interés político y económico, por lo demás no tan oculto, en el tráfico de narcóticos. Es lo que le mereció a Jaime Piedrahita el apóstrofe lanzado sobre la política antinarcóticos estadounidense: “…Estados Unidos ha hecho de la política antidrogas un instrumento de penetración y sometimiento de otros países, identificando las campañas represivas frente a las drogas con la defensa de la libertad y la democracia. Algo absurdo, pero infortunadamente cierto.”

De este modo –nos indican los autores del libro– Colombia ha sido sometida a un esquema de política antinarcóticos, foráneo, ajeno no sólo a nuestro interés nacional sino a todas nuestras tradiciones y costumbres.

La erradicación forzosa, especialmente la fumigación aérea, nos explica Fernando Cortés, los convenios bilaterales entre nuestro país y Estados Unidos, la extradición, el denominado Plan Colombia, y el endurecimiento de penas a los narcos son todas medidas prohibicionistas, “forzadas desde Norteamérica”, cuyo conjunto conforma el cuerpo de la política antinarcóticos de Colombia.

En octubre de 2004, el experto en el problema global del narcotráfico, Alberto Rueda, en su condición de asesor del Ministerio del Interior y de la Justicia, en un documento dirigido a este, titulado “La irracionalidad de la política contra las drogas”, cuestionó el conjunto de la política antinarcóticos del gobierno de la seguridad democrática, en especial la fumigación aérea de cultivos ilícitos. Al igual que el discurso de Carlos Bula en la asamblea de Naciones Unidas, este informe de Alberto Rueda no tiene antecedentes ni sucesores en el seno de gobierno colombiano alguno, máxime tratándose del primer cuatrienio de Álvaro Uribe.

La erradicación, y principalmente la fumigación aérea, anota con mucha entereza Rueda en su informe al ministro, no han impedido el crecimiento de la extensión de los cultivos ilícitos ni tampoco la producción de toneladas por año de drogas procedentes de los mismos. Subrayó el hecho insólito de que Colombia era el único país del planeta en aceptar la exigencia norteamericana de asperjar de modo aéreo los territorios y la población del país. Sin ningún estudio que lo fundamentara, acotaba el asesor en comento, el gobierno presenta como asidero único de que las fumigaciones no representan peligro para la salud y el medio ambiente, el hecho de que así lo afirma el secretario de Estado norteamericano. No obstante lo cual, recalcó, tan sólido “argumento” no evitó el aumento tanto de la superficie cultivada con coca como de la producción de cocaína. A pesar de la intensa fumigación aérea, también llama la atención sobre el punto Fernando Cortés en 2010, el número de hectáreas de coca en las regiones es superior al que existía 15 años atrás. No hay réplica posible a las cifras que muestra Augusto Bonilla en su estudio de 2010 sobre el crecimiento de la producción de cocaína en Colombia: de 773 toneladas métricas a cerca de 1000, entre 1990-2007. Tampoco el desmantelamiento de los carteles de Medellín y del de Cali disminuyeron la producción y los cultivos ilícitos. Lejos de reducirse, el tráfico ilegal se expandió más y más.

Tanto Bula como Bonilla, Rueda y Cortés, destacan en sus intervenciones y trabajos cuán larga era la lista de los enormes daños y perjuicios causados al país por la fumigación aérea. Si se tiene en cuenta la negativa afectación ambiental generalizada causada por esta práctica, insisten, que se traduce en destrucción neta de páramos, bosques, fuentes de agua, y deterioro de las cuencas hídricas, en perjuicios contra la salud y la vida de población, los animales, la vegetación, los cultivos lícitos alimenticios, y en la inutilización por largo tiempo del suelo, el costo real de esta política, dada su probada ineficacia, puede calificarse de lesión enorme al interés de la nación y sus gentes. Entre los años 2002 y 2009, con excepción del primer año, todos los demás terminaron con una extensión fumigada muy superior a la de los cultivos ilícitos existentes. Pues en el mismo lapso, observa Alberto Rueda, para erradicar efectivamente una hectárea había que fumigar 11,33; lo que implicó que la reducción de la extensión de cultivos ilícitos de 108.224 a 68.599 hectáreas, se realizara mediante la afectación en total más de 1, 3 millones de hectáreas. Un daño a la población, los recursos y el medio ambiente demasiado alto.

Otra consecuencia de la intensificación y el volumen de las fumigaciones aéreas, fue la dispersión y reducción del tamaño de los cultivos ilícitos. Mientras que en 1999 dichos cultivos se daban en 12 departamentos, para 2005 se habían extendido a 23. Cultivos ilícitos más pequeños, se mimetizan entre cultivos de pan coger. Ello dificulta la detección de dichos cultivos y acrecienta el gasto de la erradicación.

Sin duda la más trágica repercusión del narcotráfico en la vida nacional ha sido su papel como fuente de suministro de recursos a los contendientes, y principalmente a las bandas paramilitares, en la prolongada y brutal contienda armada que ha asolado al país por más de medio siglo. Carlos Bula y los otros coautores del libro ponen el acento en este funesto efecto del tráfico de estupefacientes en y desde el país. En tan cruento saldo las finanzas del narcotráfico han coadyuvado en primera línea; sus víctimas se cuentan por centenares de miles y la gente del campo desarraigada de sus lares por la violencia asciende a millones. Tampoco hay duda de que este fenómeno contribuyó a acentuar la desigualdad social y la pobreza extrema del país, haciendo de acelerador de la concentración de la propiedad territorial, reforzando el latifundio improductivo a costa de las tierras del despojo arrebatadas al campesinado y elevando el porcentaje de población en pobreza extrema como producto de ingentes masas de colombianos arrojados de manera brutal sobre las grandes ciudades y los centros urbanos intermedios.

Fernando Cortés advierte sobre una consecuencia crucial, que introdujo alteraciones de innegable trascendencia en la naturaleza de la sociedad colombiana. En numerosas regiones del país la fusión de poderes narcos y paramilitares impuso su predominio en un emergente orden político y económico-social que, en asocio con dirigentes de la política tradicional, proyectó su peso e incidencia en la estructura del poder nacional en Colombia. Al respecto y sin ambages, Carlos Bula manifiesta que la influencia del narco ha penetrado el Estado, corrompido funcionarios y efectivos de la Policía y el Ejército. Puede hablarse, asegura, de “captura y reconfiguración del Estado” por esos oscuros intereses. Han alterado la conciencia social “moviendo la frontera de la ética” y convirtiendo el narco en “una opción de escalamiento social”.

Objetivo declarado –por lo menos en las intervenciones oficiales y en los documentos– de la política antinarcóticos impulsada desde Washington y adoptada pasivamente por los gobiernos colombianos, fue siempre reducir la oferta de drogas ilícitas, de modo que aumentara el precio de las mismas y así se redujera su consumo. El asunto es que al cabo de décadas de lo mismo, la oferta, lejos de reducirse ha aumentado, los precios de las drogas prohibidas se mantienen relativamente estables, y el consumo, en lugar de disminuir, crece. En 2007, espeta Carlos Bula, se registran 35,7 millones de consumidores en Estados Unidos, y el 4 por ciento de la población mundial es adicta. La marihuana continúa como droga predilecta, “campeona”, entre los norteamericanos. El 8,7 por ciento alcanzado por el aumento del consumo en 2009 en el gran país del Norte fue el más alto de esa década. Los balbuceos de los funcionarios del gobierno colombiano sobre la “corresponsabilidad” entre las partes, que quieren semejar reclamos, no alcanzan oídos que los registren. También en Colombia se percibe un notable incremento del consumo.

El descalabro de la política prohibicionista y represiva terminó agrietando poco a poco la conservadora caparazón restrictiva tanto dentro como fuera de Estados Unidos, especialmente en algunos países europeos e incluso, más tarde, en el propio traspatio gringo. Tampoco hubo mayor recepción del gobierno de la seguridad democrática al significativo resultado de la invasión norteamericana a Afganistán, aludido por el experto Alberto Rueda: mientras los cultivos de amapola de ese país en 2000-2001 representaban sólo el 6 por ciento de la oferta mundial de opio, después de la ocupación estadounidense esta proporción se elevó al 76 por ciento.

Contrariamente, era cuando más se atornillaba en Colombia la política antinarcóticos de sello norteamericano; en Estados Unidos, en cambio, observan cáusticamente Bula y Bonilla, 14 Estados habían legalizado el uso medicinal de la marihuana. Contraste frente al cual los gobiernos colombianos permanecen ciegos y mudos, sobre todo ante el irónico precedente de que la administración norteamericana obligó al gobierno de Turbay Ayala a rociar con toneladas de Paraquat la Sierra Nevada durante la bonaza marimbera. Disparidad ostensible, cuando en 12 de sus Estados la marihuana era ya en 2006 el mayor cultivo comercial estadounidense, alcanzando un valor superior a las de cosechas de trigo y maíz. Que la producción de marihuana aventajara en la meca del puritanismo prohibicionista a la de los principales cereales evidenciaba, con inocultable furor, el entusiasmo norteamericano por deshacerse de la camisa de fuerza de la prohibición. Holanda, que no puede ser zarandeada como cualquier país peón de la periferia, despenalizó el consumo y logró un menor consumo de drogas per cápita que en Estados Unidos.

En su informe de octubre de 2004 al ministro del Interior y de la Justicia, el mencionado asesor Alberto Rueda, denunció también la falta de control del gobierno sobre los precursores químicos indispensables para la transformación de la pasta de coca en cocaína. Rueda demandaba “una investigación internacional que le permita [a Colombia] observar y evaluar los controles de producción, venta, exportación y distribución de las empresas que realizan este tipo de actividades vinculadas a las sustancias químicas usualmente utilizadas en la fabricación ilícita de drogas”. En concreto, proponía ejercer un control más riguroso y oficial sobre la procedencia en Colombia de las 2 sustancias claves en la producción de cocaína y heroína, anhídrido acético y permanganato de potasio.

Como su iniciativa dirigida a fortalecer el control de precursores químicos no recibió atención oficial alguna, Rueda hizo constar en su informe que fue ignorada por el gobierno de Álvaro Uribe y no recibió ningún apoyo para su puesta en práctica. Dado que la producción mundial de dichos precursores está en manos de un puñado reducido de multinacionales, y que esta situación se prolonga y mantiene de mucho tiempo atrás, resulta que estas grandes corporaciones se lucran con la venta de dichos insumos a sabiendas de que sus destinatarios son los laboratorios de los narcotraficantes en Colombia. Y muy obvio que Estados Unidos se abstiene de ejercer cualquier control sobre tal cadena de suministros y la permite, habida cuenta que algunas de dichas multinacionales son norteamericanas.

El señalamiento de los escándalos por la irregular desaparición de precursores químicos incautados, complementan las revelaciones de Rueda. En ocasiones con la participación de secciones de la Policía, como el Gaula en asocio de bandas delincuenciales (caso de Guaitarilla, aclara, en marzo de 2004 en Nariño, en tiroteo en el cual murieron 11 personas). Igualmente hizo referencia al respecto, en clara alusión a la DEA, a “funcionarios de organismos extranjeros”.

No es menos importante otro de los aspectos que resaltan Fernando Cortés y el exasesor ministerial Alberto Rueda. Recalcan ambos el excesivo costo y la ineficacia de las fumigaciones. Entre 2002-2008 el gasto total de Colombia en la política antinarcóticos alcanzó el monto de cerca de 7,8 billones de pesos, de los cuales, unos 3,1 billones, el 40 por ciento del gasto de la política antinarcóticos en ese lapso, correspondió a la reducción de la oferta, o sea, a la represión pura y dura. Carlos Bula precisa, apoyándose en lo planteado por José Fernando Isaza, que para entonces, el enorme gasto en Colombia dedicado a represión al narcotráfico es de 6,3 del PIB, erogación realizada a costa de la inversión en sectores productivos y de bienestar social. Una carga demasiado pesada para un país pobre y en crisis.

La intromisión en la vida nacional y la actitud subalterna de los gobiernos de Pastrana Arango y de Álvaro Uribe ante Estados Unidos se ejemplifica en versión modélica con el diseño y la ejecución del llamado Plan Colombia. Citando el periódico del Polo Democrático Alternativo de diciembre de 2008, aseveró que este Plan no había sido concebido sólo como una manera de enfrentar la guerra en Colombia, que el gobierno norteamericano considera una amenaza a su seguridad nacional, sino como una forma de asegurar territorios, recursos y corredores geográficos. A su vez, Fernando Cortés, sostiene que con el establecimiento de bases militares norteamericanas en el país, en Malambo, Palanquero, Apiay, Bahía Málaga, Tolemaida, Larandia y en Cartagena, de lo que se trata, por parte del gobierno de Álvaro Uribe, es de una inaudita renuncia a la propia territorialidad nacional.

Algo semejante sucede con la extradición de colombianos para ser juzgados y sentenciados ante tribunales norteamericanos. Una renuncia al derecho a la jurisdicción sobre nuestros nacionales implicados en narcotráfico. Los 1.106 extraditados durante los gobiernos de Álvaro Uribe, de los cuales 1.022 se trataba de nacionales, son muchos más que los remitidos por extradición por todos los gobiernos anteriores. Así, la extradición, uno de los pilares de la política estadounidense antidrogas, refiere Augusto Bonilla, se colocó durante los 8 años de la presidencia de Uribe como prioridad por encima de todo interés nacional. Subordinó a los pedidos estadounidenses de extradición hasta el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los paramilitares, en colaboración con altos mandos en las Fuerzas Armadas colombianas y con el apoyo de prominentes personajes de la política y los grandes negocios. Así lo corroboró, afirma Bonilla, la extradición de 14 de los principales jefes de las AUC en mayo de 2008 y de Hebert Veloza al año siguiente, uno de los jefes paramilitares del Bloque Calima de las llamadas autodefensas del Valle del Cauca. Tales extradiciones mantuvieron prácticamente en la impunidad los crímenes de los cuales son responsables dichos jefes paramilitares y sus orientadores, y dejaron a los allegados a las víctimas sin conocer la verdad y sin reparación.

Fehaciente comprobación de la completa ineficacia de la fallida política antidrogas la constituye la incuestionable expansión del narcotráfico al punto de convertirse, al lado y en competencia del comercio de armas, de hidrocarburos y de automóviles, en uno de los negocios más lucrativos del planeta. En 1995 ese mercado mundial ya ascendía, nos enfatiza Bula reiterando la difundida cifra anual de negocios del ilícito tráfico, a 500.000 millones de dólares, y en fase tan incipiente como los años 80 el ingreso narco en Colombia fluctuaba, asegura, acudiendo a los cálculos de Eduardo Sarmiento, entre 1.500 y 4.000 millones de dólares.

Al cabo de la visión panorámica que ofrece el libro “Narcotráfico: guerra insensata-Despenalización”, sus autores arriban a lo que pudiera tomarse como su conclusión gruesa y de fondo. Es el hecho de que el evidente fracaso de la política antidrogas norteamericana ha suscitado serias críticas que cuestionan incluso que el real propósito Estados Unidos sea combatir el narcotráfico, y que plantean salidas muy diferentes al prohibicionismo respecto del problema de las drogas ilícitas.

Una de ellas es la declaración de los expresidentes César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardozo, de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, de febrero de 2009, y también de Antanas Mockus y Enrique Santos Calderón, en la que cuestionaron el prohibicionismo, el Plan Colombia, responsabilizaron a Estados Unidos y a Europa por sus desastrosos efectos de la política seguida, y propusieron la despenalización del consumo de marihuana.

Bula, al reafirmar que la Sentencia C-221 de 1994 cuyo ponente fue Carlos Gaviria Díaz es un antecedente muy importante en el proceso de cuestionamiento del prohibicionismo al consumo, que se requiere despenalizar toda la cadena de la producción y tráfico de la oferta de drogas y que luego debe procederse a reglamentarla. La dificultad, aclara, radica en que Colombia no puede realizar esa despenalización de manera aislada de los otros países; esta decisión, sostiene, debe ser adoptada por un amplio consenso internacional. Sin duda que su cautela se deriva de la asimilación de la experiencia pasada y reciente: en el fondo y en el mediano plazo los actuales Estados Unidos, sobre todo ahora que su vieja hegemonía y poderío periclitan, son un tigre de papel. Pero en lo inmediato su capacidad de retaliación mediante sanciones arbitrarias contrarias al derecho internacional, y peor aún, su eventual actividad agresora contra cualquier país del Tercer Mundo, no debe subestimarse ni tomarse a la ligera. Es razonable que Colombia busque plantear su posición frente al asunto cuestionando la política del imperio norteamericano y promoviendo el consenso antiprohibicionista y pro despenalización entre un amplio frente de países. El libro que varios prologamos ahora es un muy positivo paso en esa dirección.

Lo único que se echa de menos en las intervenciones y los estudios compilados en el libro es el segmento dorado del negocio del narcotráfico: el lavado de dólares. Paradójicamente, en la época en que Estados Unidos declara su “guerra contra las drogas” es cuando también su gobierno desregula por completo los movimientos del capital financiero y sus mercados y estos adquieren la primacía sobre la economía en la que han desaparecido los antiguos controles. Para ese gigantesco torrente de dólares “grises” y “sucios”, que se mueve con libertad por todo el mundo, el de la evasión de impuestos de los mil millonarios y de los gestores y operadores de los negocios ilegales, pero superlucrativos ─entre los cuales los grandes bancos transnacionales juegan un papel primordial─, este es el mejor de los mundos posibles. La red de paraísos fiscales alrededor del globo, de las transferencias de capital instantáneas a cualquier parte, del entrelazamiento de los bancos gigantes con todo el entramado, las irrisorias sanciones impuestas de vez en cuando a los grandes corporaciones financieras “sorprendidas” en operaciones de lavado, y de la inalterable laxitud de las entidades estatales que remedan las viejas funciones de vigilancia y control, vienen como anillo al dedo a los grandes capos y padrinos de todas las latitudes.

En realidad, una jugosa porción de las utilidades del narcotráfico como actividad transnacional se la embolsan los grandes bancos en calidad de cumplida comisión por el imprescindible servicio de lavado. El chorro de ganancias del tráfico de narcóticos, de cientos de miles de millones de dólares, se reparte entre los exportadores o vendedores mayoristas de los países de donde proceden las drogas, generalmente países periféricos como el nuestro, los vendedores y revendedores al detal cuyas redes son manejadas por los grandes capos de las mafias de los países desarrollados, pero una verdadera parte del león se queda en los grandes bancos.

Existe una copiosa literatura, de vieja y reciente data, que incluye varias de las publicaciones más cotizadas de los Estados Unidos, sobre las finanzas del narcotráfico y su indisoluble entronque con los principales bancos del mundo. Su conclusión es simple y casi unánime: Estados Unidos no sólo son el principal mercado consumidor de drogas ilícitas, sino que al tiempo constituyen el más grande lavadero del mundo. La percepción y difusión de tales realidades entre el gran público contribuiría en mucho a cambiar las cosas, de modo sustancial. Tan complejos y decisivos asuntos, enunciados apenas en apretadas formulaciones, requerirían una explicación sistemática, detallada y a espacio. Algo que no admite la obligada brevedad de un prólogo.

Como nos muestran en este libro Carlos Bula y su acucioso equipo. Una labor que nos concierne a todos y que debemos proseguir.

Bogotá, 18 de abril de 2021

 

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