¿El tiempo del marxismo?

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Andrés Arellano Báez
Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia.
Con la autorización del autor y publicado originalmente en el blog del autor, Otrarepublica
Un titular espectacular se lee en The Nation: “Las cooperativas son más eficientes que las empresas normales”. La articulista, Michelle Chen, sustenta tal afirmación basándose en los estudios de la profesora Virginie Pérotin de la Universidad de Leeds, cuyas conclusiones son tajantes. El ambiente laboral de cooperación es mucho más dinámico y efectivo que el de opresión, entregando resultados favorables para todos los involucrados.

 

Varoufakis alecciona a Tett en su explicación de la cooperativa por el referida. “Es una empresa en donde hay competencia, hay deseos de ingresos, no hay un comité; pero sí una estructura gerencial plana. No es capitalismo”. ¿Qué es entonces? Es marxismo. Democratización del lugar de trabajo. 

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Roma era la ciudad más grande y más hermosa de la antigüedad. La magnífica fachada del Imperio, sin embargo, no podía ocultar las semillas de la decadencia, la malsana dependencia de la economía en los esclavos, la disparidad entre los ricos y los pobres. Detrás del esplendor de los faros, se hallaban vastas áreas de barrios pobres superpoblados. Escapar de los barrios bajos era difícil, pues había pocos trabajos disponibles, y prácticamente ninguno para quienes carecían de habilidades. Para mantener a los ciudadanos entretenidos y fuera de problemas, se organizaban juegos y espectáculos frecuentes a expensas del público. Al principio solo las carreras de carrozas tenían patrocinadores, pero pronto el combate a muerte se había popularizado. A principios de la historia romana, los funcionarios electos ejercían el poder, pero al final cada función del gobierno había sido absorbida por el emperador, que estaba por encima de la ley.

Sucedió en Ohio, Estados Unidos. Una pizzería, Heavenly, se decidió a organizar un tierno evento: el Employee Appreciation Day (día de apreciación del trabajador). En esa jornada se habría de honrar la buena actitud y entrega de sus empleados durante los duros y aciagos días del Covid-19. Su propietario y administrador transmitió un video en las redes sociales donde anunció a su clientela que, en una fecha determinada, todos los beneficios por la empresa producidos durante ese día señalado serían repartidos entre sus contratados de forma equitativa. La invitación fue respondida por la comunidad fervientemente, duplicando sus pedidos regulares e incrementando la cantidad de propinas recibidas. El resultado del ejercicio fue inspirador: una vez descontados los costos de los ingresos, cada laburador obtuvo una paga igual a 78 USD la hora.

Un análisis matemático, demasiado superficial pero aun así suficiente, es necesario realizar. La empresa de comida rápida está acostumbrada a despachar, en un día normal, en promedio, 90 pedidos, acorde a su misma información. En esa especial fecha, impulsados por la bondad y generosidad del capitalista, la cantidad a entregar ascendió a 220. Si la pizzería fuera una cooperativa de trabajadores, que es en esencia el ideal marxista de cómo organizar la producción en la empresa, cada trabajador/propietario recibiría 31 USD la hora de manera regular, acorde a una regla de tres básica y simplista. Richard Wolff, el marxista por excelencia en los Estados Unidos, citaba un estudio durante una emisión de su programa Economic Update, cuyos resultados son igual de dicientes: si el salario mínimo en los Estados Unidos hubiera ascendido a la misma tasa de crecimiento de la experimentada por el de los Secretarios Delegados, el menor pago legal recibido por un trabajador sería de 21 USD la hora. Hoy es 7,25 USD por cada 60 minutos.

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Pocas verdades tan incontestables como que la historia está escrita por los vencedores. Y es costumbre en ellos ocultar los horrores causados por su bando en el campo de batalla. El capitalismo, parafraseando a Marx, se inserta para la humanidad recurriendo al derramamiento de sangre y saqueo. Igualmente habría de hacerlo la democracia. Descabezado el conde de Provenza por las masas rebeladas transitando sobre las calles parisinas (¿Sri Lanka, alguien?), los ideales políticos impulsando la revolución habrían de transformarse en instituciones reales. En el horizonte al que se aspiraba se erigía una sociedad más igualitaria, más equitativa, más fraterna, y para conquistar tal utopia se proponía la construcción de una democracia como medio de organización social superior a la monarquía. Pero el manejo de los recursos comunes era tan importante como las elecciones y, para alcanzar tan glorioso ideal, el capitalismo, como forma de producción, prometía que con su inserción contraería el nacimiento de cada uno de ellos.

Y sí al rey de su trono se habría de expulsar, a los campesinos de sus pedazos de tierra se habrían de despojar. En la “De la llamada acumulación originaria” Karl Marx comparte cómo, los capitalistas en asocio con los reyes, substraían de hombres, mujeres y niños, los medios de producción de los que dependían, en el afán de convertirlos en ciudadanos “libres”; pero obligados a vender su fuerza de trabajo. Desde siempre la cacareada libertad ofrecida por el capitalismo ha sido alguna forma de variación de la dicotomía: explotación o inanición. Separados de su forma de sustento arraigadas en el feudalismo, el capitalismo se habría paso por el continente europeo. Millones se vieron obligados a desplazarse a las grandes urbes, donde las fábricas establecidas como corolario de la Revolución Industrial ofrecían las oportunidades de laburo para aquellos necesitándolas.

Pasadas cinco décadas de su establecimiento, el capitalismo y la democracia no mostraban indicios de ser capaces de cumplir su promesa de un nuevo mundo, obligando a todos a conformarse con unas nuevas clases dominantes. Los burgueses, poseedores de la riqueza, serían los nuevos amos, legando a reyes y nobles a una posición detrás del verdadero trono. Un pensador alemán, alumno aventajado de Hegel, con perspicacia se indagaba sobre dónde encontrar, en ese nuevo amanecer, el reinado de la legalidad, la fraternidad y la igualdad promulgada por los apologetas del nuevo sistema. La ausencia de cada uno de ellos, pronto habría de comprobar él, era total. El engaño a través de la propaganda es la constante más regular en el capitalismo, desde siempre.

La desilusión impulsaría a Marx a indagar, con total profundidad, en las variables organizando el nuevo sistema. Sus ideas han sido interpretadas tantas veces como hayan sido leídas. Pero una de las más poderosas, fascinantes y relevantes, proviene del profesor Richard Wolff en los Estados Unidos de hoy: marxismo es nada diferente a la democratización del lugar de trabajo. Instaurar en el espacio más relevante para la gran mayoría de los ciudadanos del mundo, en la empresa, aquel lugar al que le dedican más parte de su vida, el sistema por el que luchan a diario en la sociedad: la democracia. Y ese ideal se alcanza, casi que exclusivamente, en las cooperativas de trabajadores: espacios de producción en el que las decisiones sobre qué producir, cómo producir, dónde producir y qué hacer con lo producido, se toman entre todos los involucrados en el proceso de realización.

«No nos hemos despojado de los reyes y las oligarquías, tan solo las hemos mudado de lugar. Son ahora nuestros C.E.O. y Juntas Directivas», alecciona Wolf constantemente. Yanis Varoufakis, en diálogo con Gillian Tett, compartía su desprecio por el corporativismo multinacional y por el Estado, entes trabajando en conjunto para dominar la economía moderna. Para el antiguo ministro griego, el caso de una empresa tecnológica donde pudo colaborar, en Washington, lograba la maximización de los recursos al organizarse como cooperativa. Tett, editora del Financial Times, habría de replicar con un comentario cargado con la seguridad que da la ignorancia y desde el paradigma del capitalista moderno. Para ella, esa forma de organización era imposible por lo ineficiente y, de ahí su petulante pregunta: ¿puedes nombrarme una cooperativa que haya aumentado de tamaño y se haya vuelto realmente eficiente? “Déjame decirte que la compañía a la que me refiero -respondió el ex ministro Varoufakis – tiene 350 empleados y 1.200 millones de dólares de ingresos al año”.

Hay más ejemplos para adicionar a la respuesta para la editoria. Otra cooperativa capaz de crecer y ser realmente eficiente es Mondragón, en España. Nacida en una pequeña villa del País Vasco en los años cincuenta, fundada por el padre José María Arizmendiarrieta, estructurada de forma que los Secretarios Delegados son elegidos a través de votación general de los trabajadores, posee unos números astronómicos: maneja más de 70.000 empleados y sus ingresos son superiores a los 12.000 millones de euros al año. En sus inicios, la diferencia salarial entre el empleado peor pagado y el mejor pagado era de 1 a 3. Con el devenir de los años se ha ensanchado hasta ser de 1 a 12,5. Pero, comparado con el promedio de las grandes corporaciones estadounidenses, que es de 1 a 400 veces, lo logrado es descomunal. Incluso, se puede ir más allá. Emilia Romaña, en Italia, es lo más cercano a una sociedad marxista. La región, apodada como el «Cuadrilátero Rojo» en referencia a la fuerza mantenida por los partidos de centro-izquierda, una herencia de su pasado de estrecha cercanía con el Partido Comunista, es hoy por hoy de las más boyantes en todo el mundo. Su tasa de desempleo es de 4,9% y el PIB per cápita es de 32.396,7 euros. Y más del 40% de toda la economía está organizada en cooperativas. Otro gran simbolo rojo de la Guerra Fría también sobresale en Emilia-Romaña: en la ciudada de Maranello se ubica la fábrica de la codiciada marca Ferrari.

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Un titular espectacular se lee en The Nation: “Las cooperativas son más eficientes que las empresas normales”. La articulista, Michelle Chen, sustenta tal afirmación basándose en los estudios de la profesora Virginie Pérotin de la Universidad de Leeds, cuyas conclusiones son tajantes. El ambiente laboral de cooperación es mucho más dinámico y efectivo que el de opresión, entregando resultados favorables para todos los involucrados. En una empresa capitalista, jerárquica, el trabajador no tiene ningún incentivo más allá de su salario. De hecho, la estructura piramidal incentiva la poca cooperación entre trabajadores, pues el afán es de sobresalir individualmente. ¿Tiene interés un contratado en desarrollar un mecanismo de producción más eficiente? En una estructura capitalista lo más seguro es que su jefe se apropié de su idea o, peor, que, para mantener su posición, impida su implantación con tal de no hacer sobresalir a su subordinado. En una cooperativa, en donde el resultado del ejercicio final entre todos se divide, esas asociaciones son incentivadas por la misma estructura.

La democratización del lugar de trabajo es una transformación de la sociedad en su compleción. Lo económico, lo político y lo social se trastocan a plenitud y positivamente, acorde a lo vislumbrado en los ejemplos internacionales, tanto en España como Italia. En afán de entender el primero, el aspecto económico, se hace necesario recordar la explotación del trabajador por el capitalista. La expresión nace de una realidad: un salario es, por definición, inferior a lo producido, convirtiendo al modo de producción capitalista en uno con una injusta repartición de la riqueza creada. Compensar al trabajador con más de su aporte significaría la futura quiebra; pagarle igual a lo realizado impediría el crecimiento empresarial; pagarle menos es la única posibilidad.

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¿Podría ser diferente? ¿Podría Heavenly entregar a sus trabajadores el fruto de su trabajo una vez descontado los costos y los ingresos de la patronal? No, y el motivo se explaya en la razón de la inversión dentro del capitalismo: el afán de lucro. A los hijos intelectuales de David Ricardo, el gran economista británico, se les ha bautizado en nuestro tiempo como “neoliberales”. Para ellos, la razón que incita al capitalista a realizar la inversión se encuentra en la cantidad de costos a asumir a la hora de emprender su actividad. Sea en el ámbito laboral, ambiental o gubernamental, unas normas que satisfagan sus deseos de pocos costos son el santo grial. La crisis de 1929 barrió con las ensoñaciones de los economistas de la época dominante. John Maynard Keynes, flamante profesor de la Universidad de Cambridge, pondría el foco en la otra parte de la ecuación: es el poder de la demanda agregada, el cuántos clientes potenciales existen, el impulsor capaz de transformar el dinero de los inversionistas en capital.

Decir que ninguno tenía razón es lo mismo que decir que ambos la tenían. Tendrían que venir los marxistas, y uno en especial, otro inglés, Michael Roberts, a encontrar la variable descifrando el enigma: la razón de la inversión para el capitalista está en la tasa de beneficio. El cuánto cuesta iniciar el emprendimiento y cuánto puede vender una vez instaurado, son esenciales, más no suficientes, para explicar por qué se desatan los emprendimientos. Lo atractivo es cuánto puede reproducirse el dinero, qué ganancia tendrá. Pero al descifrar la razón se comprende otra variable refundida: el tratamiento de los costos laborales. Es evidente que si la tasa de beneficio es la razón detrás de la inversión, la visión del capitalista es reducir el costo laboral lo más cercano a cero posible. E incluso, en esta era de democracia liberal y derechos humanos como discurso dominante, tan despreciable objetivo se ha alcanzado.

En “13th”, el alucinante documental de Ava DuVernay producido para Netflix, se explora cómo el sistema privado carcelario estadounidense ha transmutado en un monstruo entrenado para instaurar el esclavismo en la sociedad moderna, alimentándose del racismo y la guerra contra las drogas para conseguirlo. El mecanismo es sencillo: se apresan personas, pobres, negras y latinas, por crímenes menores como posesión mínima de marihuana. Se les condena con penas extremas, exageradas, para luego obligarlos a trabajar sin paga y para las grandes compañías de su país: tejiendo su ropa, organizando sus pedidos, contestando sus llamadas. No hay descubrimientos bajo el sol. A través del mecanismo descrito, las más grandes compañías lograron implantar en su país un idéntico modelo de producción al exportado a las maquilas de México, Vietnam y China.

¿Qué sociedad emerge de una organizada en tan diabólica estructura? Con el materialismo histórico Marx anticipaba que en una comunidad donde la explotación se erigiera como forma de producción, el conflicto sería regular en la convivencia. En “Capitalism, A Love Story”, el poderoso filme de Michael Moore, un momento desgarrador se experimenta al ver a una mujer, ya mayor, mientras de su casa es desalojada y de sus pertenencias despojada por una hipoteca impagada. Se indaga ella, en medio de lágrimas y el desespero: “¿Por qué le hacen esto a la clase trabajadora? ¿Por qué se lo llevan todo?” Lo hacen y se lo llevan, estimada señora, porque son capitalistas y su objetivo es uno insaciable: el afán de lucro. Lo hacen y se lo llevan, estimada dama, porque a la clase trabajadora se le olvidó su esencia: que son una clase. Una que debe unirse, luchar, sindicalizarse y equilibrar la balanza. Pero aún más, debe reencontrarse con las enseñanzas de Marx y barrer con las monarquías y oligarquías dominando los espacios de trabajo, para insertar en cada uno de ellos la democracia. Deben volverse marxistas y en el proceso, fundar Otra República.

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Varoufakis alecciona a Tett en su explicación de la cooperativa referida. “Es una empresa en donde hay competencia, hay deseos de ingresos, no hay un comité; pero sí una estructura gerencial plana. No es capitalismo”. ¿Qué es entonces? Es marxismo. Democratización del lugar de trabajo. Entender la diferencia entre lo producido por el trabajador y lo pagado por el empleador, (la plusvalía le denominó Marx) permite entender porque cada vez los unos son más ricos mientras el resto son más pobres. Si la riqueza en el lugar del trabajo es distribuida inequitativamente, el poder de la sociedad en unos pocos recaerá. La concentración de la riqueza permitirá a las empresas más eficientes (explotadoras) comprar las menos explotadoras (eficientes), aumentando en cada adquisición su poder de mercado y, con él, coaptando la política en sus territorios, hasta transformarse, la clase capitalista, en «el emperador que está por encima de la ley». Cualquiera entiende que las leyes de su país no aplican igual para él que para el hombre más rico.

El marxismo, al ubicarse en la justa repartición de la riqueza producida, erige toda una nueva sociedad, una más bella, una verdaderamente democrática. Las promesas de un mejor mundo por los capitalistas extendidas aún brillan por su ausencia y lo legado no presenta verdaderas mejoras para la gran masa de la población. Y se vive así, porque en el fondo, con el capitalismo nada ha cambiado. Lo explica Richard Wolff con la sencillez solo alcanzada en los verdaderamente dotados…

La cuestión es quién produce la plusvalía y quién se queda con ella. En la esclavitud el esclavo produce la plusvalía y el amo se la queda. En el feudalismo es el siervo el que genera plusvalía y el señor feudal el que se la queda. En el capitalismo, el empleado genera la plusvalía y el propietario se la queda. En el marxismo, el trabajador la produce y se la queda. En mi opinión, la materialización de esa teoría es una empresa en la que los trabajadores no solo generan la plusvalía, sino que se adueñan de ella. Esto lo diferencia de la esclavitud, del feudalismo y del capitalismo.

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