Crónica de guerra.
Apreciados lectores
Damos inicio a una nueva sección de Nueva Gaceta, la dedicada a las crónicas, con un excelente trabajo de Miguel Mendivelso. Para degustar de mejor manera este escrito, hemos decidido publicarlo en entregas, dada su extensión. Esperamos que más lectores y colaboradores nos hagan llegar trabajos como este.
CRÓNICA DE GUERRA
Por: Miguel Mendivelso.
“Izquier…, dos, tres, cuatro.
Cuatro, tres, dos, uno.
Un tres de marzo que no quiero recordar,
llegué como un recluta a la escuela militar;
en la escuela yo aprendí,
que no me gusta nada la vida civil,
andar de pelo largo por ahí,
a mí me gusta andar con mi fusil”.
Este es un estribillo de una animación para el trote que se aprende en el ejército. Pero como olvidar esta fecha, si fue un tres de marzo de alguno de los años del Señor en que me hice militar y es de esas cosas que se quedan en la memoria para toda la vida. En esa fecha llegamos al fuerte militar de Tolemaida y con exactitud a la Escuela Militar de Sub oficiales Sargento Inocencio Chincá aproximadamente unos 1200 jóvenes entre 18 y 23 años para recibir entrenamiento que nos convertirían en cabos del ejército después de 18 meses de duro adiestramiento y adoctrinamiento en las artes de Sun Tzu. Y fue allá donde inicie mi corta carrera militar.
Allí, en el ejército conocí gente de toda clase y costumbres, de todas las regiones del país, con infinidad de propósitos, deseos, sueños y esperanzas y es de esas personas, de esos hombres que sé contar docenas y cientos de historias de la misma manera que de otras gentes y las historias que haya que contar de la vida militar así como en la vida misma unas serán buenas y otras no tanto y hoy quiero recordar algunas de esas y recordar a algunas personas y algunos de mis compañeros que cayeron en acción por defender “ideales democráticos” que al día de hoy pongo en duda en medio de lo que llamamos patria.
(Para realizar la lectura de esta crónica, recomiendo escuchar antes o durante la canción “el soldado de la Patria” de Jorge Velosa y si quieren algunas otras que acá nombro).
EL CABO CALDERÓN Y EL TENIENTE GONZALEZ
En un mediodía soleado y caluroso de la ciudad de Valledupar rugía un sargento: “¿Por qué se mueve en la fila soldado Ariza? A tierraaaa hágase 50 de pecho, recluta inmundo asqueroso pecuecudo y feo, usted no se merece la papa que se come ni el aire que respira”, mientras el soldado obedecía la orden tirado en el piso, el sargento se acercaba y se paraba sobre una de las manos del soldado, y retorcía su bota una y otra vez. Y en seguida el sargento fijaba la mirada fría y socarrona oculta bajo sus lentes oscuros sobre el soldado más gordo del pelotón que era Romero un soldado tal vez de 1.60 mts de estatura y unos 90 kilos de peso y decía el sargento: “Romero, maldita sabandija regordeta y flácida dele 40 vueltas a la cancha de fútbol y no pasa al almuerzo hasta que no lo vea empapado en sudor, cabo Calderón, controle la ejecución de la orden”. “Como ordene mi sargento,” respondía Calderón.
El cabo Fredy Calderón Avella, era un joven bueno y noble, de figura delgada, cabello muy tupido en la frente, mirada tranquila y serena, de andar relajado que también llegó conmigo a Valledupar con anhelos generosos de ayudar a su madre, su padre y su hermana que por aquellos días estudiaba en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en la sede de Duitama. Calderón tenía el firme propósito de comprar una casa para sus padres. “Sabe Mendi –me decía- yo quiero darle a mis papás una casa bien grande, que terminen sus días allá, y que no se jodan más con esa pagadera de arriendo, ahhh ¿pero sabe que me da mamera? Que me toca ahorrar como 10 años para eso, porque como usted sabe el sueldo que tenemos es una chichipatada pero lo quiero hacer, es que ya veo a mis dos cuchitos allá… pero ¿sabe qué? mientras tanto quiero comprarle un computador a Milena mi hermana, es que yo quiero mucho a esa ‘sapa’ y me da tristeza verla joderse para hacer un simple trabajo”.
En esta última empresa lo acompañe y fui testigo de los vivarachos, de los avispados, de los más “sagaces”, de ampones que se aprovechan de la gente solo para ganarse unos pesos sin importar que sea de manera deshonesta y sucia. Mi amigo hizo contacto con un tipo que se hacía pasar por comerciante y técnico de computadores y alcanzó a embaucarlo con un equipo de cómputo, Fredy le pago el computador y aquel personajillo intentó timar a mi amigo, por fortuna Fredy alcanzo a recuperar una CPU, con la que más tarde armaría en verdad un computador para regalarle a su “Sapa” querida.
En alguna ocasión nos encontramos de camino al municipio de Copey en el Cesar. Después de haber participado en una operación de control militar de área habíamos llegado a una finca de una familia ganadera prestante a la que la guerrilla le había matado unas 200 reses por no haber pagado “la vacuna”, cuando llegamos aun había animales agonizando, el espectáculo era grotesco. El teniente González, quien fuera uno de los pocos oficiales de verdadero honor militar que conocí, era un hombre de recio valor, de gran nobleza y de una voluntad de acero, valores infundidos desde su hogar según me contaba ya que su padre también fue militar y también me conto que su padre era íntimo amigo del general Tapias Starling. Su familia era de gran posición económica en Bogotá, le hubieran podido dar estudio en cualquier parte del mundo, pero él estaba convencido del cambio que le podía dar al pensamiento del ejército y quizás al país; la verdad a mí me parecía utópica su posición, fueron largas las noches en que debatíamos al respecto Calderón, el teniente González y yo. A González le enseñe a jugar ajedrez, y su disciplina y constancia lo llevaron a aprender rápido y llegó a ganarme en varias ocasiones de lo que él después se sentía orgulloso, me decía “Ahhh le gane a mi mentor” y volvía a insistir en una nueva partida.
Pasaron varios días desde que llegamos a aquella finca y el olor a carne podrida era insoportable, olor que atrajo a cientos y cientos de gallinazos dándose un festín sin igual y recordando que la muerte estaba rondando muy cerca de nosotros. Aunado al calor bochornoso de la zona se juntaban miles y miles de mosquitos y la hediondez hacían de esas escenas algo realmente insoportable, hasta que por fin llegaron dos retroexcavadoras para sepultar la carne mortecina tendida en el piso. Mientras eso pasaba, en las noches Calderón me contaba de su novia en Valledupar una fisioterapeuta que mientras él estaba en el área de operaciones lo dejo por un guardián del INPEC. Yo le daba ánimos diciéndole -fresco viejo, para sobanderas allá en Duitama hay muchas- (con el respeto que se merece tan digna profesión, lo hacía para hacer reír a mi amigo y calmar su dolor) estallaba en risa al escuchar mis ocurrencias. Mientras anochecía los vaqueros sacaban una caja y una guacharaca e improvisaban cantos y piquerias vallenatas, pero la cuestión se ponía mejor el día en que llegaba el veterinario desde Valledupar, ese día los ánimos se exaltaban aún más puesto que el doctor como lo llamaban, sabia interpretar el acordeón y ahí si las parrandas eran de un gran jolgorio en aquella finca perdida en las sabanas del Cesar. Y entonces cantaban todos los vaqueros al inicio de su cantada “Este es el amor, amor el amor que me divierte, cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte” estribillo que entonaba Calderón algunos días después sanando las penas de amor que le dejara aquella mujer vallenata.
Los dos detestábamos el vallenato, pero “como al que no le gusta el caldo se le dan dos tasas”, como ya lo dije en letras anteriores, Fredy y yo en primera instancia fuimos trasladados para ¡la capital mundial del vallenato! y fue allá en la tierra del cacique Upar, en la ciudad de los Santos Reyes en donde aprendimos a amar las tonadas de la leyenda de Francisco El hombre y tuvo más relevancia y entendimos el Vallenato gigante de la obra de Gabriel García Márquez, y también aprendimos a cantar la dedicatoria de Gabo en “El amor en los tiempos del Cólera”, La diosa Coronada del viejo Leandro… “Y en adelante todos los lugares ya tiene su diosa coronada”. Si, fue allá en donde aprendí a querer las tonadas de la caja, la guachara y el acordeón y fue allá en donde Fredy se enamoró y conoció por primera vez el amor de una mujer
El cabo Calderón se convirtió en un miembro más de mi familia ya que no solo fue mi amigo, sino también mi hermano. Él tuvo una gran cercanía con los míos ya que cuando él estaba de permiso o vacaciones visitaba a mis papás y a mis hermanos y les llevaba noticias mías, él se convirtió en un vínculo entre mi familia y yo.
Y así después de tantos ires y venires, y de tantas vueltas y revueltas (esta última frase es de alguna poesía que alguna vez leí) después de conocer el Cesar, la Guajira y medio departamento del Magdalena, pasaron casi tres años, Fredy salió trasladado para algún batallón en el departamento de Risaralda, yo salí trasladado para un batallón de Alta Montaña en la cordillera occidental, y el soldado Romero ya pesaba 50 kilos.
Fue en una triste mañana, lúgubre y gris mientras hacia un descanso con la tropa en la búsqueda de los diputados del Valle secuestrados por las FARC que me comuniqué con mi mamá, que con un llanto desbordado me dijo: ”Mijo, mataron a Fredy Calderón”, el llanto y el desconsuelo también me invadieron; una ráfaga de cinco tiros de fusil le arrebataron la vida a un buen hermano, a un buen amigo y buen hijo, ya nunca más lo vería, ni me acompañarían sus consejos, y entonces solo recordaría el viejo y buen vallenato “Jaime Molina” del gran maestro Rafael Escalona, “Y ahora me duele que él se haya ido yo quede sin Jaime y el sin Rafael”. Solo algunos años después, y aun sin poderlo asimilar, fui capaz de llevarle flores a su tumba, y orar por ese hermano asesinado. Insisto, el señor sabe cómo hace sus cosas, por la muerte de Fredy a la familia le dieron una indemnización y en una noche el papá de Fredy soñó que él le dictaba unos números (así parezca leyenda, lo que cuento es verdad, pues fue el testimonio de la misma familia) el papá de Fredy se levantó y los anotó en un papel, al día siguiente compró una fracción de lotería con esos números y se ganó un seco de algunos millones, con lo que Fredy pudo cumplir su promesa de darle una casa a sus viejitos.