¿Para qué sirve el tropel?

Por: Sebastián Hincapié Rojas

El tropel universitario hoy: entre la insignificancia simbólica y la ineficacia política
“Cuando se quiere decir alguna cosa en el campo político, se puede poner bombas como los anarquistas del siglo pasado, se puede hacer huelgas o manifestaciones. Pero se requiere fuerza política para realizar manifestaciones políticas visibles”. Pierre Bourdieu (2013)


    “No quiero decir que no tengamos que hacer nada. Lo que digo es que esta presión para hacer algo es, bastante a menudo, una forma muy perversa de impedir que pensemos”. Slavoj Žižek (2014)


Tal vez sea bueno comenzar este escrito explicitando lo que no es y lo que no pretende ser, previniendo así posibles deformaciones que quieran endilgarle significados que impidan nuevas reflexiones: no es un panegírico de la no violencia, de esos que abundan entre los biempensantes obsesionados por sustraer el contenido histórico a toda manifestación violenta, volviéndola así incomprensible. Tampoco se parte aquí del principio: “toda violencia genera más violencia”, consigna popular que a menudo se encarga de ocultar las condiciones estructurales que producen algunos tipos específicos de violencia, como la simbólica, o bien el rol determinante que la violencia ha jugado en algunas transformaciones políticas. Lo que sí pretende es proponer una reflexión crítica sobre el uso del tropel como forma de manifestación política en las condiciones actuales. Cuáles son sus implicaciones y cuál es su relevancia dentro de la protesta, específicamente la protesta estudiantil, son parte de las preguntas que alentaron este escrito.

La ineficacia política y simbólica del tropel

El tropel es un acto político, de ello no hay duda. Es una manera de manifestar un descontento, de mostrarse inconforme frente a una situación considerada injusta y de llamar la atención de la ciudad frente a ella. Pese a que el tropel es fruto de universitarios inconformes, éste busca tener un impacto más allá, tener un eco en los medios de comunicación y en el gobierno; en últimas, generar un impacto político. De ello dan cuenta los comunicados, las consignas y las declaraciones que hacen los capuchos en el transcurso de la confrontación. También es un acto simbólico: el tropel propone representar una violencia permanente pero silenciada, pretende explicitar un conflicto latente y para ello no sólo recurre a las papas bomba y a los cocteles molotov, también hay una indumentaria específica de quienes asisten a la representación, hay órdenes cerrados, murales, trapos y pasacalles. De hecho, en la Universidad de Antioquia, uno de los últimos tropeles contó con una acción que un grupo de activistas ya había realizado en la ciudad: los capuchos tinturaron de rojo las fuentes de la ciudad universitaria para protestar por el asesinato sistemático de líderes sociales.

Pero más allá de su contenido, también hay que mirar su forma. El tropel es una acción política violenta, es una confrontación entre la fuerza pública —a menudo el ESMAD— y estudiantes, ambos armados con algo más que argumentos. En esta confrontación son las papas bomba y el gas lacrimógeno algunas de las herramientas que median en la comunicación política; es el estruendo el que tiene la palabra. Es cierto, casi siempre hay comunicados de los grupos clandestinos, casi siempre los capuchos explican en la plazoleta de las ciudades universitarias sus motivaciones, pero esto resulta insuficiente para los estudiantes, la ciudad y sus habitantes, quienes generalmente no alcanzan a ver más allá de la representación violenta.

¿Por qué los demás ciudadanos e incluso buena parte de los universitarios no ven más que la violencia que emana del tropel?, es decir, ¿por qué ven su forma y no su contenido? Para realizar un análisis de ello sugiero pensar el tropel por lo que él mismo dice ser: acción política. Si la política es fundamentalmente conflicto y lucha por definir los marcos de comprensión y organización de la vida social, entonces, la política requiere fuerza para imponer posiciones y legitimidad para desarrollarlas. Buena parte del problema que tuvo la izquierda durante el siglo pasado fue asociar esa fuerza con el uso de la violencia; esas fueron las conclusiones apresuradas que sacaron algunos movimientos de la Revolución de Octubre y de la Revolución Cubana.

Es el tropel, en mi opinión, una versión reducida de este tipo de interpretaciones. Ante la incapacidad de comunicar y extender buena parte de las ideas que muchos de los grupos clandestinos pregonan, se recurre a una violencia que se intenta imponer como fuerza pero que termina por ser estéril política y simbólicamente, pues de un lado no posee fuerza y del otro sólo cautiva con su representación a los propios militantes. No faltará quien quiera atribuirle, por ejemplo, las recientes ganancias del movimiento estudiantil a las expresiones violentas del movimiento, sin embargo, quien así lo hace inviste a la violencia de un poder que reside en la gente, la fetichiza. Fueron las acciones amplias y la legitimidad social que ganó el movimiento las que le dieron la victoria a las recientes movilizaciones estudiantiles y profesorales. Para ser claros, el tropel en los últimos años ha contribuido más a restarle fuerza al movimiento estudiantil que a sumarle. En este orden de ideas, cabría preguntarse si muchas de las acciones simbólicas que han venido realizando algunos grupos clandestinos y cuyo poder es innegable, no podrían prescindir de los actos violentos precisamente en favor de los actos más políticos, es decir, en favor de actos que permitan acumular más fuerza y más legitimidad, esto es, actos que logren mayor movilización de sectores sociales que puedan ser solidarios con los estudiantes y sus demandas. El tropel en lugar de atraer estos sectores los margina. Así pues, la energía que se invierte en la acción violenta podría utilizarse en acciones políticas mucho más fértiles que logren sumar sectores sociales diversos y que logren poner en juego la creatividad que se ha demostrado recientemente.

De hecho, la creatividad política y simbólica ha sido decisiva en el éxito y la legitimidad que obtuvieron la mayoría de las manifestaciones políticas ocurridas tanto el siglo pasado como en lo que va de este nuevo milenio. Para decirlo sin rodeos, la mayoría de las revoluciones y las rebeliones del siglo XX surgieron rompiendo los manuales de acción política y esto implica una ruptura con —para ponerlo en términos del sociólogo Sydney Tarrow— los repertorios de protesta heredados. Es esto lo que explica, por ejemplo, el revuelo que generó la escalada global de protestas surgida en 1968 y que puso en aprietos a analistas sociales e izquierdas tradicionales de la época. Pero que no se malinterprete este análisis; no sugiero que haya que inventarse algo novedoso para cada movilización. Más bien, lo que pretendo decir es que si buena parte de la política se juega en el campo de la legitimidad de los actores, entonces debemos recurrir a formas de manifestación que logren sumar solidaridades y voluntades, lo cual pasa, en ocasiones, por formas novedosas de pensar la política y sus manifestaciones; el problema es que estas nuevas formas implican romper, al menos parcialmente, con el peso de las tradiciones que llevamos a cuestas y desprendernos de algunas consignas que le han dado sentido a nuestra forma de hacer política.

Esta crítica del tropel no es, por lo tanto, una condena frívola y superficial por los embotellamientos o las incomodidades que este pueda generar. Tampoco es una condena per se de la violencia, es más bien una crítica de su ineficacia política y simbólica. Ineficacia que puede ser bien representada con una imagen grotesca a la que los ciudadanos limeños acudieron en una fría mañana de los años ochenta, en la que se encontraron colgando de los postes de luz y de algunos semáforos perros asesinados con la leyenda: “Deng Xiaoping, hijo de perra”; la acción desarrollada como manifestación de protesta por el grupo maoísta Sendero Luminoso parecía no interpelar a nadie más que a ellos mismos. Era una acción política, es cierto, pero su mensaje no llegaba a nadie más allá de sus propios militantes y tal vez a uno que otro aficionado de la política china. La política, al menos si quiere ser efectiva, debe ser capaz de interpelar, incluso en sus tácticas y sus estrategias, no sólo en sus demandas, a un gran número de la población y no sólo a un grupo de militantes; debe buscar la solidaridad, no el desprecio; la apertura comunicativa y no el encierro. El tropel parece, desde hace un buen tiempo, hablarse y escucharse sólo a sí mismo.

¿Es el tropel inevitable?
Frecuentemente algunos argumentos favorables al tropel tienden, velada o explícitamente, a considerarlo como una expresión inevitable —y otras tantas indispensable— de las manifestaciones de descontento estudiantil. Generalmente se suele argumentar que es la violencia de la realidad la que lo genera, o que el tropel no es más que una respuesta a la violencia sistemática generada por el Estado o las clases dominantes. No obstante, estas argumentaciones se encargan de verter un barniz opaco sobre una actividad política fundamentalmente humana. Tampoco es tan sencillo encontrar causalidades directas entre premisas como: a mayor inequidad estudiantil, mayor tropel. Pero, incluso, en caso de que estas explicaciones fueran acertadas, no se deberían omitir las preguntas por las voluntades que hay detrás de ella, las pretensiones políticas de la acción, su alcance y su importancia en la transformación de las realidades que padece el estudiantado.

Es en estas preguntas donde se juega lo fundamental de toda acción política premeditada. Entonces, por lo que deberíamos preguntarnos más precisamente no es si el tropel puede o no evitarse, sino si es deseable o no evitarlo en las circunstancias políticas e históricas actuales. Como podrá inferirse, mi posición es que es absolutamente deseable y necesario alejarnos en estos momentos de la manifestación política violenta que implica el tropel. En una línea similar parece reflexionar recientemente el filósofo francés Étienne Balibar, quien en un artículo sobre los Gilets Jaunes, decía:

[la violencia] plantea un problema fundamental, tanto estratégico como táctico. Lo digo sin ambages, creo que la simetría de una violencia estatal y de una contra-violencia “popular” es una trampa mortal para la que hay que encontrar colectivamente a cualquier precio, medios para distanciarse (2018).

Distanciarnos de esta concepción pasa por reconocer que la evitabilidad del tropel es aún más visible cuando se observa que quienes lo realizan son, generalmente, grupos clandestinos que deben destinar gran parte de la energía en cuestiones logísticas, como entrar la pólvora a la universidad, disponer un sitio estratégico para cambiarse de ropa, ubicar la cocina, entre muchas otras. Dicho de otra manera, el tropel es una acción política premeditada por grupos con capacidad reflexiva y de análisis sobre la realidad. Lo que generalmente llamamos tropel en la universidad pública no responde a una acción espontánea, de ahí que su evitabilidad dependa en gran medida de actores políticos muy específicos. Por eso, puede argumentarse en su favor acudiendo a los más sofisticados argumentos, pero lo que no se puede argüir es que el tropel sea absolutamente inevitable en una sociedad como la nuestra; esta actitud no sólo no explica nada, sino que evita juzgar la responsabilidad de los actores implicados y la eficacia política de la acción desplegada.

Al ser una acción política, el tropel no puede ser considerado como una fuerza ineluctable, al contrario, el tropel como acción depende de la voluntad de hombres y mujeres que lo consideran un medio de manifestación política importante. No obstante, no deberíamos olvidar las ideas que se heredan de las anteriores generaciones, para ponerlo en términos de Marx: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (s. f.). De ahí que esta crítica del tropel sea también una crítica de las formas en que durante mucho tiempo hemos entendido y hemos hecho política. No es sólo que el tropel haya sido, como mencionamos anteriormente, un repertorio de protesta anclado en la movilización universitaria, sino que buena parte de las ideas que lo justifican están atadas a nuestra larga historia de violencia política, historia en la que la violencia adquirió poder propio reemplazando el poder de la gente y siendo enaltecida como la única y la más loable de las vías para alcanzar las transformaciones sociales, al tiempo que impedía pensar caminos diferentes.

La dejación de armas de las FARC abrió una vía para profundizar en esa crítica, buscar alternativas y prescindir de la violencia sin renunciar al conflicto que es, en últimas, el centro de toda actividad política.

Ahora, a los estudiantes nos corresponde repensar nuestras intervenciones en el conflicto y, por lo tanto, buscar las posibilidades de hacer una mejor política renunciando a la violencia. Sí, no se puede olvidar que el tropel es violencia y como tal no sólo pone en juego los recursos físicos de las universidades; sus consecuencias y peligros van más allá. El tropel pone en juego la integridad de estudiantes que pueden perder las manos, los ojos o incluso la vida manipulando explosivos artesanales y todo por una insignificante incidencia política. En este punto siempre es más fácil responsabilizar al Estado, la policía o las clases dominantes y poner al tropel en una dimensión de inevitabilidad antes que asumir la responsabilidad de las decisiones políticas tomadas.

Frente a este panorama cabe preguntarse: ¿no podría utilizarse toda la logística y energía humana desplegada en un tropel en la organización de acciones políticas que busquen tener un mayor impacto en la ciudad?, ¿no podrían gastarse los recursos económicos de un tropel en campañas publicitarias que logren extender las demandas y las preocupaciones de los estudiantes al conjunto de la sociedad? En últimas es cierto, el tropel también es una manifestación política, pero es una entre muchas otras posibilidades y en las condiciones actuales es la más insignificante e ineficaz de ellas; por lo que ha llegado la hora, como ya lo dijera Marx, de “repudiar con la máxima resolución a los camorristas y provocadores, en un momento que exige personas serias, valientes y sensatas para conseguir sus elevadas metas” (Wheen, 2015).

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Referencias:
Balibar, É. (2018, diciembre 19). Francia: el sentido de la confrontación de los «chalecos amarillos». Recuperado 10 de enero de 2019, de http://www.sinpermiso.info/textos/francia-el-sentido-de-la-confrontacio…

Bourdieu, P. (2013). Cuestiones de sociología. Madrid: Akal.

Martín, I. (2014, noviembre 17). Slavoj Žižek: El amor o el sexo sin el encuentro sorprendente es como la masturbación. Recuperado 11 de enero de 2019, de https://www.abc.es/cultura/cultural/20141117/abci-entrevista-slavoj-ziz…

Marx, K. (s. f.). El 18 brumario de Luis Bonaparte. Recuperado 10 de enero de 2019, de https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm

Wheen, F. (2015). Karl Marx. Barcelona: Debate.

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