#NacimosParaVencer

Por: Mateo Villamil Valencia

PALERMO.-Hace un par de semanas Oxfam Colombia me invitó a dar una charla sobre juventud, política y resistencia en Bogotá, la capital del país. A mi lado, también como ponente, tuve la fortuna y el placer de contar con un zorro viejo de la investigación social en Colombia: Fabián Acosta del Observatorio de Juventud de la Universidad Nacional. Nos habían convocado a los dos para dar a conocer nuestra lectura del momento histórico que vive nuestro país a un grupo de jóvenes venid@s de todo el territorio nacional. Movimientos estudiantiles, étnicos y campesinos que venían del altiplano cundiboyacense, las montañas del Cauca o los bosques de Casanare. Muchachas y muchachos del Chocó, del Tolima, de todas partes. Experiencias de resistencia fresca y poderosa.

Mi intervención empezó y acabó como se espera de mí. Nací en un país de América Latina en guerra y fui expulsado junto a mi madre hacia España, como cientos de miles de colombianas exiliadas económicamente a principios de siglo. Estudié el colegio y la universidad, crecí y hasta me casé entre el país ibérico, Francia y los Países Bajos. Recibí la influencia académica y cultural de una generación que ha tenido que esperar cuarenta años para recuperar su dignidad, tras una “transición democrática” en la que su voz y su dolor fueron siempre silenciados, menospreciados, olvidados.

Mi país por arraigo poco o nada tiene que ver con esa grotesca caricatura que retrata una España asesina e imperial que oprime a Latinoamérica a través de un racismo cruel y un dominio cultural y económico como el que retrata brillantemente Eduardo Galeano en sus Venas abiertas al hablar de la relación del imperio con estas tierras entre los siglos XVI y XIX. Mi España, en cambio, es aquella de las más de 100.000 fosas comunes donde aún reposan los cuerpos de los asesinados y desaparecidos por luchar contra el fascismo, la de las mujeres armadas que defendieron con uñas y dientes la democracia en 1936 en Aragón y Cataluña, la España mestiza de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca… La que, aquel 15 de mayo de 2011, se echó a las calles a señalar con el índice a una élite corrupta y apátrida que nunca dejó de expoliar: en las Américas, en la península y allí donde su capital tenía intereses. Nos tomamos las plazas, las avenidas, los parques, las aulas. Esos de arriba, no nos representan.

Era difícil, cómo no, empezar diciendo que mi visión del cambio proviene de España. Es común que, como irónico reflejo de la discriminación que sufrí en el Mediterráneo, aquí en los Andes se me mire con recelo cuando descubro mi procedencia. Además, ¿qué nos va a decir un español sobre libertad y cambio social si son ellos los culpables de todas nuestras desgracias? Resulta frustrante que mientras cientos de estudiantes y profesionales latinoamericanistas se esfuerzan por mantener una relación de fraternidad emancipatoria con los pueblos de América Latina (como la portavoz adjunta de Gobierno en Carabanchel de Ahora Madrid, Alba González o el investigador y actual secretario de análisis de Podemos, Iñigo Errejón, ambos de la Universidad Complutense de Madrid), el statu quo –a base de reforzar prejuicios en la cultura popular– se empeña en pintar a la ciudadanía del país de Federico García Lorca y La Pasionaria como una masa uniforme de racistas xenófobos. Nada más lejos de la realidad.

Como señaló el profe Fabián Acosta en la conversación que tuvimos en el panel, Errejón, Monedero y otras intelectuales de Podemos (fuerza en la que milito y que está cambiando la historia de la política mundial) basaron su propuesta política en la lectura que hicieron de procesos de cambio en América Latina durante lo que se ha venido a llamar La década ganada: Bolivia, Ecuador y Uruguay entre otros. Mi forma de abordar las luchas sociales en el siglo XXI no es el intento colonialista de imponer lo que se está haciendo en la metrópoli, es en cambio el resultado del diálogo entre la dignidad de los pueblos del Estado español y la de las gentes de nuestra Patria Grande. Trascendamos las diferencias: aquí y allá, en Madrid o en Lima, en Cochabamba, Guayaquil o Manizales, hay gente honesta y trabajadora que no llega a fin de mes, que no puede estudiar, que busca en la basura, que se muere porque el sistema de salud de su país no protege sus derechos.

Pero, ¿por qué entiendo que debemos combinar aprendizajes en lo que se refiere a cambio político en latitudes dispares? Bueno, es evidente que el capital se transnacionalizó y radicalizó su destrucción a través de las deudas soberanas y la especulación del mercado global. La desgracia (estafa) financiera ya acaeció en nuestro continente en los años noventa. Pasó otra vez en Estados Unidos y Europa en el 2008. El descaro de las élites económicas (llámense, Rockefeller, Botín o Sarmiento Angulo) ha conseguido que las multitudes de todas partes empiecen a reaccionar: nos dejasteis sin nada, ahora lo queremos todo.

Sin nada, porque ya da igual que en Colombia crezcan la mayoría de las especies vegetales conocidas (hecho que garantizaría la soberanía alimentaria), que haya una numerosa población joven bien preparada, que se investigue en salud, ciencia o innovación, que tengamos una situación geopolítica estratégica, o incluso que abunden fuentes de energía -tanto fósiles como renovables- como los derivados del petróleo, el caudal hídrico o la radiación solar: el sistema tiene que aumentar los beneficios del capital en cada ejercicio. No mantener, sino aumentar. A toda costa. A costa de la miseria humana si hace falta. Poco a poco, durante décadas han ido destruyendo la cohesión del pueblo recortando y privatizando derechos (salud, vivienda, trabajo, ¡agua!), haciendo del sálvese quien pueda una regla. Sin embargo, el disfraz de “meritocracia” se rompió, vuelve la noción de comunidad. La penúltima crisis capitalista despertó a la gente: ¡Jxtépacxañxa! (¡Ya no más!, en lengua Nasa Yuwe).

Del encuentro con la juventud promovido por Oxfam extraje algo que ya sospechaba. En el país somos expertos en resistencia económica y política. Somos expertos en sobrevivir en lucha desde la subalternidad. Las universidades populares indígenas como la del pueblo Misak (o Guambiano), la agroecología contrahegemónica de proyectos como el cundinamarqués del Colectivo de agroeología Tierra Libre, el contrapoder feminista de la Red de Mujeres Jóvenes del Chocó, o la Escuela Popular de la Nueva Villa de La Iguaná en Medellín, entre varios ejemplos, son la prueba de que se puede sembrar solidaridad y prosperidad entre la gente al margen de las imposiciones del mercado. Sin embargo, un momento crítico en la charla -cuando el profe Acosta afeó la aparente tendencia a centrar los análisis en el ejercicio y la disputa del poder- me dio ánimos para seguir persiguiendo esa vuelta de tuerka en la discusión política emancipatoria.

La “obsesión por el poder” que algunos diagnostican sobre nosotros se me antoja necesidad: mientras las élites sí piensan en éste y lo ejercen, nosotros le huimos pensando que sólo debemos resistirlo.

Las dudas que las y los jóvenes fueron planteando, parecían insistir indirectamente en la urgencia de aprovechar la ventana de oportunidad, el cambio de época, el contexto de ruptura. Nos preguntaban, a propósito del fin de la guerra con las guerrillas: ¿dónde quedarán el campo y sus habitantes? o ¿qué acciones de resistencia en las ciudades traerán Democracia al resto del territorio? También aseguraban, ante mi perseverancia en lo importante que es tomarse más en serio la naturaleza de las instituciones, que lo fundamental, antes que las grandes retóricas “reformistas”, es lo cotidiano; “lo cotidiano es comer” dijo una asistente. Y entonces se repitió en mi cabeza (y luego lo repetirían algunas líderes en sus exposiciones) la idea con la que terminé la ponencia y que suscitó este artículo.

Lo cotidiano es comer y comemos mayoritariamente alimentos importados que podríamos producir aquí. Lo cotidiano es tener una casa e ir a trabajar y, a pesar del predominio de las ingenierías (12 de las 20 carreras universitarias más estudiadas y con más demanda en el mercado laboral son ingenierías y Geología), la mayoría de la población habita viviendas indignas y perjudiciales para su salud, carecemos de sistema férreo y lo que explotamos en las minas se va prácticamente todo al capital privado. Lo cotidiano es el dolor de barriga, de cabeza y la sed. Lo cotidiano es el estrés y la precariedad en Bogotá o la incomunicación y la pobreza en el Vaupés. Pero aunque la resistencia haya permitido gestionar el dolor y el hambre con solidaridad y la movilización deba ser el vehículo primordial de la indignación y la plataforma definitiva para la conciencia colectiva, es en las altas esferas políticas donde finalmente se decide qué comemos mañana y la calidad en la educación de los que no podemos pagar por ella.

Si las conclusiones de las organizaciones ese día indicaban la necesidad de luchar por el territorio (entendido como hogar y no como mercancía) y de privilegiar la unidad y la preservación de la vida humana (en armonía con dicho hogar, la naturaleza), parece evidente que la tarea es construir pueblo. La “obsesión por el poder” que algunos diagnostican sobre nosotros se me antoja necesidad: mientras las élites sí piensan en éste y lo ejercen, nosotros le huimos pensando que sólo debemos resistirlo.

La batalla de las ideas se simplifica en tiempos de crisis; los adversarios se hacen más visibles y facilitan que los de abajo nos unamos para disputar su hegemonía. Ya suficiente resistieron nuestras abuelas, ya suficientes víctimas, mártires y líderes han defendido la dignidad desde abajo. Son nuevos y buenos tiempos para el pueblo. Tiempos de ejercer y no de soportar. Nuevas generaciones tomamos las riendas de nuestro destino: no nacimos para resistir, nacimos para vencer.

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