Macedonia y Grecia vislumbran la salida del laberinto historicista

El 24 de enero el parlamento de Grecia vota el acuerdo al que el primer ministro Alexis Tsipras llegó con la Antigua República Yugoslava de Macedonia para que esta pase a denominarse Macedonia del Norte, con lo que es posible que se cierre una las disputas más enconadas de los Balcanes contemporáneos. El Acuerdo de Prespa, mediante el que Grecia y Macedonia aspiran a resolver sus diferencias sobre el nombre de la ex república yugoslava, está teniendo un recorrido convulso. En el lado macedonio, el primer ministro Zoran Zaev fracasó a la hora de ratificar el acuerdo en referéndum por no alcanzar la participación suficiente según la Ley, si bien luego consiguió aprobarlo en el parlamento nacional por un estrecho margen de tres votos. Por su parte, Tsipras cuenta con la oposición del 70% de los griegos, ha sufrido la ruptura de su coalición gubernamental, viene de superar in extremis una moción de censura y afronta protestas airadas en las calles de Salónica y Atenas. Si el primer ministro griego consigue sacar adelante la votación y sobreponerse a la furia ciudadana, Macedonia del Norte iniciará su singladura para convertirse en miembro de la OTAN y la Unión Europea, tras dos décadas paralizada por la querencia historicista de los nacionalismos balcánicos.

Los orígenes de la disputa por el nombre de Macedonia se remontan a hace de más de 2.000 años, hasta el apogeo del Reino de Macedonia en la Antigüedad. Su territorio estaba poblado por una amalgama de tribus agrícolas y pastorales aglutinadas por el rey Filipo II, padre de Alejandro Magno. Tras disciplinar el ejército y reafirmar sus conquistas contrayendo hasta seis matrimonios de conveniencia, Filipo II sometió a las ciudades-Estado griegas y transformó Macedonia en la mayor potencia del Mediterráneo. A su muerte –según la hipótesis más popular, apuñalado en la boda de su propia hija por un miembro de la guardia real y antiguo amante– a Filipo le sucedió Alejandro Magno, conquistador del Imperio Persa, cuya ambición y dotes militares extendieron los dominios macedonios hasta la India. Aunque, durante buena parte de la existencia de Macedonia, sus rivales de las ciudades-Estado no la consideraban parte de la civilización griega, el reino experimentó una progresiva helenización y el nacionalismo griego actual reivindica la gloria tanto de Filipo II como de Alejandro Magno.

Tras la conquista de Macedonia por los romanos, el topónimo quedó rebajado a designar una mera provincia imperial y no volvería a hacer referencia a un Estado hasta 1991, transcurridos más de dos milenios. Después de llegar a los Balcanes en una gran migración acaecida en el siglo VI d.C., los eslavos, por su mayor número, absorbieron a parte de la población local, que adoptó tanto sus costumbres como su lengua. Durante la Edad Media, Macedonia, situada en la órbita de Bizancio, fue el centro de un imperio encabezado por el rey Samuel que llegó a abarcar la mayor parte de la Península Balcánica. Sin embargo, sus dominios sucumbieron al contraataque del emperador bizantino Basilio II, apodado El matabúlgaros por su crueldad. Una vez derrotadas las tropas enemigas, Basilio mandó arrancar los ojos a los cautivos, salvo uno de cada cien para que sirviese de guía en el camino de regreso. Cuando Samuel vio llegar a su ejército con las cuencas oculares huecas, se desplomó en el suelo fulminado y pereció al cabo de dos días, abrumado por el horror.

Los componentes tanto griego como eslavo de Macedonia, cuya pugna subyace en la disputa actual sobre el nombre, sobrevivieron a los siglos de dominio otomano en los Balcanes por el desinterés del Imperio en asimilar a sus súbditos. Con la decadencia del Imperio Otomano surgieron tres nacionalismos de corte decimonónico –griego, serbio y búlgaro– que empezaron a disputarse el territorio de Macedonia. Del proselitismo mediante las respectivas escuelas nacionales e iglesias ortodoxas autocéfalas, los pretendientes pasaron a la vía armada, primero a través de bandas que aterrorizaban a la población y luego mediante el reclutamiento de ejércitos regulares. En las denominadas Guerras Balcánicas de 1912-1913, Grecia, Serbia y Bulgaria se aliaron para expulsar al turco de Macedonia, pero, una vez consumada la victoria, las dos primeras se enfrentaron a la última. Como resultado, la antigua Macedonia otomana quedó dividida en una parte griega, una parte búlgara y, finalmente, una parte serbia, cuyos límites se corresponden, a grandes rasgos, con los del Estado macedonio actual.


Mapa de la partición de Macedonia como consecuencia de las Guerras Balcánicas: en azul la parte griega, en verde la parte búlgara y en rosa la parte serbia. Fuente: Zhelevo.com.

Aunque Serbia intentó asimilar a los macedonios postergando su idioma y fomentando la colonización de tierras, su causa contaba con la simpatía de los comunistas balcánicos y el Komintern. De esta forma, en la macedonia yugoslava se fue conformando un movimiento nacionalista ligado al comunismo que encontró la forma de autodeterminarse en la Segunda Guerra Mundial. Ya en pleno conflicto contra Alemania, Italia y sus regímenes colaboracionistas, el Consejo Antifascista para la Liberación Nacional de Macedonia proclamó –en una reunión clandestina que tuvo lugar en un monasterio ortodoxo anidado entre laderas boscosas– la creación de la República de Macedonia en el seno de una Yugoslavia federal. Tras la victoria de los partisanos comandados por Tito, esta declaración de intenciones se materializó y, por primera vez desde la Antigüedad, surgía una organización estatal llamada "Macedonia".

Con el desmembramiento de Yugoslavia a principios de los años 90, la secesión de Macedonia fue aprobada en referéndum por la población y acordada bajo mano con Slobodan Milosevic, de forma que la república logró independizarse sin la violencia padecida por Eslovenia, Croacia y Bosnia. No obstante, la adhesión de la Macedonia independiente a las Naciones Unidas y su reconocimiento internacional quedaron obstaculizados por la oposición categórica de Grecia. Según las autoridades helenas, el uso de "Macedonia" en el nombre del nuevo Estado despojaba de su historia y patrimonio a la nación griega, además de poder ser usado como base para futuras reivindicaciones irredentistas. Sometidas a intensas presiones de la comunidad internacional, ambas partes aceptaron el uso en las Naciones Unidas de la designación "Antigua República Yugoslava de Macedonia" ("FYROM", por sus siglas en inglés) como precaria solución de compromiso mientras no acordaban un nombre.

Con las negociaciones estancadas durante más de una década por la intransigencia del gobierno griego, que hacía uso de su posición asentada en los organismos internacionales para vetar cualquier propuesta con la palabra "Macedonia", la frustración aportó un notable caudal de votos a los nacionalistas de FYROM. Desde mediados de los años 2000, los sucesivos gobiernos locales llevaron a cabo una política denominada de "antiquización", por la que se negaba toda discontinuidad en la historia de Macedonia. Además de difundir relatos sobre una nación macedonia cuya esencia se habría mantenido incólume durante dos milenios, las autoridades pusieron en marcha el proyecto Skopje 2014, un delirio megalómano que incluía el levantamiento, en pleno centro de la capital, de edificaciones que conformaban un pastiche entre lo neobarroco y lo neoclásico. A estos dislates estéticos que buscaban revestirse del prestigio de la Antigüedad se le sumó una abigarrada panoplia de estatuas de supuestas glorias nacionales: Filipo II, Alejandro Magno, el rey Samuel, los luchadores contra el Imperio Otomano y hasta la Madre Teresa de Calcuta, nacida en Skopje.

Tras la caída del gobierno nacionalista macedonio en 2017 como consecuencia de un escándalo de escuchas ilegales, Grecia y Macedonia anunciaron el fin de la pertinaz disputa nominal: FYROM pasaría a llamarse "República de Macedonia del Norte". Para la escenificación del acuerdo, las partes habían elegido los Lagos de Prespa, un lugar simbólico por constituir el punto de confluencia entre Macedonia, Grecia y Albania. Pese a tratarse de un paraje idílico, esta comarca lacustre está troceada por líneas fronterizas que la tienen sumida en la depresión económica. Junto a las aguas plácidas del Lago Mayor de Prespa, ceñidas de juncales verdes, una audiencia de dignatarios complacidos escuchaba a Zoran Zaev, primer ministro macedonio, citar a Aristóteles como guiño a su homólogo griego Aleksis Tsipras, mientras este se vanagloriaba de haber trascendido el chovinismo que tantos estragos ha causado en los Balcanes. A continuación, ambos presenciaban cómo sus ministros de Asuntos Exteriores suscribían ufanos los acuerdos, por los que se resolvía la querella entre ambos países y se establecía una asociación estratégica.

Si se superan tanto la votación como el descontento creciente que bulle en Atenas, Grecia y Macedonia del Norte se habrán liberado de un peso muerto que lastra el progreso de los Balcanes: las disputas que mantienen a vecinos enzarzados durante décadas en torno a cuestiones históricas. En los textos sobre la Península Balcánica es un recurso manido citar la frase de Churchill según la cual la zona produce más Historia de la que puede consumir, pero quizás el problema no radique tanto en la densidad de la historia local como en el aferramiento de la población a la misma. Situados en la periferia del continente europeo e incluso de la noción establecida de Europa, son numerosos los balcánicos que ahuyentan sus complejos identificándose con destellos de gloria pasada que, inevitablemente, entran en contradicción con las idealizaciones históricas de sus vecinos. Los relatos unívocos y totalizadores con que los nacionalismos trivializan la complejidad de la Historia no solo emponzoñan la convivencia en los Balcanes, sino que además empujan a las sociedades de la región a hacerse daño a sí mismas, puesto que se encierran por voluntad propia en un laberinto historicista del que resulta casi imposible salir.

Fuente: https://ctxt.es/es/20190116/Politica/24055/Marc-Casals-Sarajevo-Politic…

Compartir