Libro: Movimientos de Wilson Pérez Uribe.

Presentamos a nuestros lectores el Libro Movimientos de Wilson Pérez Uribe de la Editorial Universidad de Antioquia, con una pequeña reseña bibliográfica del autor y un par de poemas.

Reseña biográfica: Wilson Pérez Uribe (Colombia, 1992). Maestro, Licenciado en Literatura y Lengua Castellana de la Universidad de Antioquia. Escribe poesía y ensayo. Es reseñista de la revista española de literatura, Colofón. Sus textos han sido publicados en Colombia, España y México, en revistas como Revista Universidad de Antioquia, Círculo de Poesía, Otro Páramo, La Tagua, El coloquio de los perros, Literariedad, Aurora Boreal, Liberoamérica y Las nueve musas, entre otras. Una muestra de su poesía ha sido traducida al italiano y al portugués. Ha emprendido proyectos de formación y de lecturas en voz alta sobre literatura china y literatura japonesa en la Universidad de Antioquia y en la ciudad de Medellín. Tres de sus poemarios son El amor y la eterna sinfonía del mar (Hombre Nuevo Editores, 2011), Movimientos (Universidad de Antioquia, 2018) y La madeja y la estrella: retratos de familia (Alapalabra, Universidad Central, 2018).

Poemas

Obertura
—Yoshiki Hayashi—

La lección de la música se conserva en el borde de un instrumento o al lado de la nube que ya fue pájaro, que ya fue barca, que ya fue nada.
La lección de la música se reúne en un discreto envase de gestos: la mudez del árbol cuando la enredadera se ha ceñido a su piel, la quietud de la piedra que sembró en la arena la memoria del agua que incesantemente fluye.
Esto guarda la música.
Mas, ¿qué son las palabras que se arquean en el silencio cuando un hombre abraza a una mujer como si abrazase a un mundo entero?
Esto guarda la música.

Arabesco
—Claude Debussy—

Tú estás en mis manos abiertas. Al cerrarlas el poema aflora de un vacío donde todo persiste en ser. Decir instante y en tus ojos un parpadeo. Decir fuego y en tu piel un incendio. Decir agua y en tu cabello una cascada de palabras. Me pierdo en la música y es ahí donde tú escapas y regresas. Te creo al pensarte, porque solo el pensamiento puede otorgar vida a lo que no tiene vida. Te pienso más allá y más acá. Algo me duele y no es tu nombre, tal vez sea la memoria que arde en la sal de su propio mar. Y al volver de la cotidianidad, de los hábitos que nos imponemos y que nos imponen, encuentro en el aroma que dejaste en el interior de la casa un refugio confortable para vivir. Reconozco que has ordenado la biblioteca, el retrato de Claude Debussy está ahora junto al de Gabriel Fauré y las sábanas son nuevas. Yo acepto tus caprichos, esas manías de querer desordenarlo todo. Yo te doy la razón: las cosas son movimiento, como las palabras o la música. Hay que dejarlas que apunten hacia arriba o hacia un lado, que ocupen continuamente otros espacios, otras esquinas; que susciten un lenguaje de desacomodo, de juego con los límites.

Al final del día comprendo que eres lo que tengo y lo que no tendré, porque al apoyar la vista en la ventana mientras llueve, estoy yo y el golpeteo de las gotas. Porque al preguntar qué es el tiempo, solo encuentro respuesta en las quimeras del silencio. Porque al caminar entrecerrando los ojos, solo me acompaña un rumor de respiración contenida. Únicamente me queda el oficio de la escritura. Es allí donde he empezado a conocerte, en esos signos trabajados, o tal vez en los lugares donde la luz duerme en la página y cada línea es la sombra de tu presencia.

Consolación N.º 4 en D mayor
—Franz Liszt—

Hablar poco. Hablar lo suficiente en un corto tiempo. Hablar en un ritmo que no contemple el hablar por el hablar. Decir “acá está la mano en la mesa” o “los besos son sabores compartidos”. Decir y callar. Hablar poco, tal vez con palabras gestuales, esas que acercan toda expresividad a la sensación receptiva de un “estoy aquí”. Hablar con palabras hechas de piel, dejar que transiten los rostros entre la mirada que se agrieta; hay en ella un abismo donde todo se recobra y donde todo se pierde. Es ahí donde está lo dicho, lo que no podemos obviar. Ahí la aceptada condena de un silencio que nos conduce a la respiración de un decir callado. Y al fin, ser eso, un fuego musical donde podamos arder mientras nos vamos despidiendo de los rostros ideados, de las formas habituales del vivir, de las escenas donde creímos ver los pliegues exactos del mundo en la seguridad de las palabras.

Las marionetas
—Zbigniew Preisner—

Día tras día me repito. Soy solícito con la piedad que unos ojos afables me ofrecen. Soy el que, en la tarde incierta, ha deseado rasgar la carne con un poema verbal donde el infinito es la voz y no la palabra. Antes de haber dado al ocaso una mirada de consuelo, antes del beso no dado, antes de saber de la huida de las cosas, permanece, cifrada en el tiempo de la luz, la palabra. Y la palabra pasa hacia adentro. La palabra que clamo y me reclama. La palabra que hora tras hora modifica mis pasos. Algo escapa y retorna, tal vez sea un aroma a sal marina o el principio de la niñez que se agolpa en la vejez de mi rostro. A tientas camino, advierto el origen de un gesto: el balbuceo de una sílaba, suma secreta del horror de la muerte. Nada escucho, nada comprendo, salvo que la palabra se aprende no en un lugar compartido, sino en los espacios donde los ojos no alcanzan a ver.

Compartir