La OEA en Medellín, como anillo al dedo

Por: Campo Elías Galindo A.

Medellín se ha posicionado indudablemente como sede de grandes eventos internacionales. Es un logro de la élite que la gobierna aunque las ingentes utilidades que se derivan de tantos congresos, asambleas, encuentros y ferias, difícilmente gotean hacia los sectores populares y la mayoría de los habitantes de la ciudad. El 26, 27 y 28 de junio estarán en Medellín las delegaciones de los 33 gobiernos que conforman la Organización de Estados Americanos, fundada en 1948 en Bogotá, pero con una larga historia que se remonta por lo menos hasta 1889 cuando se realizó la Primera Conferencia Internacional Americana convocada por el gobierno estadounidense. De ese evento surgió la Unión Panamericana, tutelada por el Departamento de Estado y encabezada por directores generales norteamericanos hasta junio de 1947, cuando fue elegido para el cargo el expresidente colombiano Alberto Lleras Camargo.

Muy poco se habla de la integración interamericana antes de la Novena Conferencia realizada en Bogotá que dio vida propiamente a la OEA como la identificamos hoy. Solo digamos acá, que la Unión Panamericana fue la expresión organizativa de la modalidad específica que asumió la dominación neocolonial sobre América Latina, en el momento histórico en que EE.UU. asumió la condición de hegemón mundial dejando atrás al Reino Unido. La sumisión de los gobiernos latinoamericanos a Washington fue indiscutida en ese período, la doctrina Monroe se aplicó a rajatabla y la Casa Blanca movía los hilos de la política continental por mecanismos mucho más directos que los adoptados después de la segunda guerra mundial; fue mucho el garrote, principalmente bajo la forma de dictaduras, y poca la zanahoria para los pueblos al sur del río Bravo.

La Conferencia de Bogotá, celebrada entre finales de marzo y principios de mayo de 1948 fue interrumpida por los sucesos trágicos del “Bogotazo”. Estuvo precedida y enmarcada en una sucesión de hechos constitutivos del nuevo orden mundial hegemonizado por EE.UU. y los inicios de la Guerra Fría. Tres años antes, sin que terminara la segunda guerra, los vencedores fundaban la ONU en la Conferencia de San Francisco; entre el 21 de febrero y el 8 de marzo de 1945 se celebró la Conferencia Especial Interamericana sobre problemas de la guerra y la paz, donde los delegados de todos los países americanos (excepto Argentina) firmaron el “Acta de Chapultepec”, que en palabras de Lleras Camargo “…Es un acuerdo de seguridad colectiva, tomado por una región del mundo, con un fin preciso: buscar la solidaridad ante una agresión…”; entre el 15 de agosto y el 2 de septiembre de 1947 en Petrópolis (Brasil) todos los países firmaron el TIAR –Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca– encaminado a la asistencia militar colectiva en caso de cualquier agresión a uno de sus miembros. De tal manera que, la fundación de la OEA seis meses después, igual que otros eventos que le siguieron, como la conformación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte –OTAN– hace parte de una agenda global política y militar, para garantizar el orden mundial surgido de la segunda guerra y, el papel de América Latina en ese nuevo contexto como peón de la mayor superpotencia.

El hemisferio americano se llenó en esos años de eventos y movidas internacionales que producían declaraciones y resoluciones a granel. Había dos palabras que eran infaltables en todo documento, por intrascendente que fuera: paz y seguridad. Todo se hacía bajo el pretexto de mantener el bien supremo de la paz alcanzada con el fin de la guerra, pero también para mantener la tranquilidad y la convivencia entre los pueblos y los Estados. El mundo de las relaciones internacionales se llenó de retórica defensiva, en el fondo maniquea, que señalaba hacia la izquierda a un enemigo poderosísimo amenazante de las libertades y las instituciones del orden. Era la “guerra fría” con sus efectismos y sus frases altisonantes la que envolvía a todo el continente, y era también la OEA, convertida por EE.UU. en un arsenal contra la infiltración comunista, el “oso soviético”, la “cortina de hierro” y más tarde contra el castrismo.

Fue a través de la retórica anticomunista que en 1962, en la Conferencia consultiva de Punta del Este (Uruguay) y con el protagonismo colombiano, el gobierno de Cuba fue excluido de la OEA en aplicación del TIAR. Antes de la exclusión, muchos miembros del organismo, incluido Colombia, ya habían roto sus relaciones con el gobierno cubano. La ruptura colombiana fue decidida el 9 de diciembre de 1961 por el presidente Lleras Camargo, quien al respecto afirmó:


    …El motivo concreto de esta ruptura reside en los ultrajes hechos a Colombia por el primer ministro de Cuba. Lo que causa la ira de Castro es el hecho de que Colombia haya promovido y obtenido que se ponga en marcha el mecanismo de consulta previsto en el Tratado de Asistencia Recíproca, para juzgar si, como Colombia lo cree, hay una grave amenaza para la independencia, la soberanía, la paz y la seguridad de los estados americanos en la grave crisis que viene afectando sus relaciones, por la intervención de una política extracontinental dentro de cuya órbita, bajo cuya protección y subalternamente, se mueve la acción del régimen cubano…

Las décadas de los setentas y ochentas fueron grises para la OEA. Desde los sesentas ocurrieron golpes de estado o invasiones en Perú, Guatemala, Ecuador, República Dominicana, Honduras, Chile, Granada y Panamá, sin que esa organización interviniera para impedirlos ni para reestablecer la democracia donde fue quebrantada, pues estaban de fondo los intereses dominantes de Washington en ese organismo, quien promovía las dictaduras y las convertía luego en instrumentos contra su adversario comunista. La OEA se convirtió en una notaría frente a las intervenciones directas e indirectas de EE.UU. en la vida política del subcontinente y de sus Estados. Desde la potencia del norte se buscó militarizar la agenda interamericana, mientras los representantes de Latinoamérica tímidamente intentaron poner sobre la mesa los problemas sociales y económicos que aquejaban al subcontinente. El resultado fue una semiparálisis y las reformas a la organización introducidas en Buenos Aires en 1968 y en Cartagena en 1985.

Desde que existe, la agenda de la OEA ha sido alumbrada por los intereses norteamericanos. Se pone sobre la mesa lo que interese a Washington. Cuando los temas latinoamericanos han sido propuestos, no son atendidos o no trascienden. No sin razones se ha dicho que la OEA es un ministerio de colonias de EE.UU. Cuando terminó la Guerra Fría y hubo un cambio de prioridades en la política norteamericana, lo hubo también en esa organización. Los nuevos enemigos de Washington fueron también los de la OEA, y hasta hoy en perfecto inglés le sigue diciendo a los países latinoamericanos qué es lo bueno y qué es lo malo en todo el continente.

Ya sin la amenaza soviética al frente, EE.UU. dictó la nueva agenda: las drogas, la democracia, el ALCA –Area de libre comercio de las Américas– y más adelante, el terrorismo. Paralelamente aunque en el marco de la OEA, se convocan cada tres años desde 1994 las Cumbres de las Américas, que reúnen a los jefes de Estado y de gobierno del continente, de las cuales se han realizado ocho.
En lo que va corrido del siglo, la entidad ha dado un giro temático notable pero coherente con su ADN ideológico. Mientras en gran parte del siglo pasado giró alrededor de la confrontación con Cuba, que convirtió a Fidel Castro en un personaje que desde fuera protagonizaba las movidas claves de la OEA, en los últimos veinte años ese lugar ha sido ocupado por Venezuela y sus dos mandatarios, Chávez y Maduro.
En 1962 Cuba fue suspendida, pero el activismo anticastrista de la OEA se mantuvo por décadas hasta que la suspensión fue derogada en 2009. Venezuela renunció a la organización y salió oficialmente de ella el pasado abril, pero EE.UU. la seguirá utilizado para endurecer sus sanciones y sus bloqueos comercial, monetario y diplomático. Ya ha intentado incluso, utilizar al Grupo de Lima, y principalmente a Colombia, para convertir el golpe de estado “suave” que tiene en marcha, en un golpe de estado “duro” a la vieja usanza del siglo XX.

El objetivo de política internacional que tiene trazada la delegación de Washington en la asamblea del 26, 27 y 28, con la sumisión del Grupo de Lima, es lanzar un nuevo “bullyng” contra el gobierno de Venezuela, una nueva arremetida en la que EE.UU. y los “Caínes” de América Latina le muestren los dientes a la república hermana. Habrá abundancia de acusaciones y resoluciones condenando al “régimen de Maduro”; se dirá que promueve el terrorismo y el narcotráfico, que viola los derechos humanos, que alberga a la guerrilla colombiana y que expulsa oleadas de emigrantes a los países vecinos; pero el silencio será sepulcral frente al bloqueo económico, comercial y monetario inhumanos que aplica Trump contra el pueblo venezolano, en un intento ya fallido por quebrar su moral y su dignidad.
La OEA y Medellín serán la plataforma de lanzamiento de la nueva ofensiva después de haber fracasado el concierto, el show de la “ayuda humanitaria”, el saboteo energético y la pantomima del levantamiento militar. Todas las formas de lucha le han fracasado a Mr. Trump y sus súbditos venezolanos. La única carta que le queda por jugar es la acción militar directa, que podría desatar a partir de un atentado contra Guaidó montado por la misma oposición, o por la CIA, o por ambas.

La asamblea, como todo evento internacional, tendrá al lado de la agenda “dura”, una agenda “blanda” a partir de la cual se producen acuerdos y resoluciones cuasi literarias, en este caso sobre innovación, multilateralismo y cooperación, que serán tratados en foros de empresarios invitados a la asamblea. Pero ya han advertido sus organizadores que el tema central es Venezuela, y como en días recientes Trump la ha emprendido también contra Cuba (de nuevo) y contra Nicaragua, no será extraño que el evento termine señalando un “triángulo del mal” instaurado para acabar con la armonía democrática en que vivimos los latinoamericanos.

El gobierno de Medellín entre tanto, estará presto a tirar la puerta por la ventana. Todo por el buen nombre de la ciudad de los 330 homicidios en lo que va transcurrido de 2019 y una tasa de desempleo de 12.7%, la más alta de los últimos seis años. La capital antioqueña tiene una magia para los últimos alcaldes que ha tenido al frente: a ellos siempre les ha ido muy bien pero a la gente le ha ido muy mal. Gran parte del territorio urbano está controlado por bandas criminales y es víctima de sus extorsiones; el aire es una cortina tóxica que hoy produce más muertes que la violencia; crece la explotación sexual de menores y el desplazamiento forzado intraurbano; pero esos asuntos no son temas de las encuestas ni de los seguimientos estadísticos, por lo cual dejan intacta la imagen de los burgomaestres locales.
Los alcaldes de Medellín son mimados por la prensa y además gastan altísimos porcentajes del presupuesto municipal en publicidad. En ninguna ciudad como en esta se combina tan perfectamente la prosperidad de una minoría con la segregación y la exclusión de las amplias mayorías, todo endulzado con un discurso, a veces “chabacano” como el del alcalde actual, que hace sentir a sus habitantes en el paraíso terrenal del bienestar y la cultura.

Por estas razones, la Asamblea de la OEA le cae como anillo al dedo a la ciudad; porque Medellín es la capital política de la extrema derecha colombiana, terreno propio de un uribismo agresivo que abrirá los brazos a Luis Almagro, Secretario de la organización, a Michael Pompeo, Secretario de Estado, y a destacados personajes del antichavismo venezolano que aquí se sentirán en su salsa. Ya desde enero, cuando en medio de sus alucinaciones Iván Duque anunciaba que a Maduro le quedaban pocas horas en el palacio de Miraflores, un audaz candidato a la alcaldía de Medellín escribió trinos de apoyo al “presidente” que EE.UU. nombró en encargo para Venezuela. De este tamaño, como suele decirse aquí, son las coincidencias nada ingenuas entre una ciudad orgullosa de sus propias pesadillas, y una institución que aunque anacrónica, mantiene unas funciones políticas en el hemisferio, asignadas y controladas desde la Casa Blanca

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